La forma en la que trabajamos ha cambiado mucho durante la pandemia. Algunos han tenido una doble carga, compaginando teletrabajo con el cuidado de los niños a tiempo completo. Otros han tenido más tiempo libre porque los plazos urgentes a los que acostumbraban ya no eran aplicables. Muchos otros, como sanitarios, empleados de supermercados o recolectores de basura han sido aplaudidos por su trabajo desde los balcones de los hogares.
Philipp Frey es estudiante de doctorado en el Instituto de Tecnología de Karlsruhe, en Alemania. Sostiene que hay mucho que aprender de esta crisis para el beneficio de la gente y del planeta. El año pasado, llegó a los titulares mediáticos con un estudio. Sugirió que los europeos deberían limitarse a una semana de nueve horas para prevenir el colapso climático.
“Existe una fuerte correlación positiva entre las emisiones de carbono y las horas de trabajo”, señala Frey. “La mayoría de nosotros producimos menos CO2 los fines de semana que en un día normal de trabajo”, explica.
Esto no solo es cierto para empleados de sectores con alto contenido de carbono, como en el caso de la fabricación y la producción de energía. Las emisiones en los desplazamientos y el funcionamiento de las oficinas constituyen otro factor. Asimismo, la forma en que trabajamos también afecta a nuestros patrones de consumo.
Las investigaciones sugieren que el aumento de las horas de trabajo está asociado con un incremento del consumo, y que este efecto no solo está relacionado con los ingresos. Es mucho más probable que los empleados que tienen poco tiempo utilicen vehículos privados en lugar del transporte público. Además, tienden a comprar productos de alto consumo energético que ahorran tiempo, como alimentos precocinados y favorecen “gastos extravagantes y estilos de vida insostenibles”, según un estudio.
¿Es culpa del consumidor?
“Todo el mundo sabe que tiene que consumir menos”, dice Frey. Sabemos que el balance energético y el estilo de vida occidental no son sostenibles. Pero si nos centramos únicamente en el consumo, se culpabiliza al individuo y no al sistema, que está detrás de la producción innecesaria de muchos bienes.
“No estamos debatiendo sobre cómo pasamos realmente nuestro tiempo de trabajo. Es habitual ofrecer orientación ética y moral a los individuos sobre cómo comportarse. Pero deberíamos hablar sobre cómo organizamos nuestra economía y qué productos son socialmente útiles”, señala Frey. El confinamiento durante la crisis del coronavirus nos ha proporcionado un tiempo para reflexionar qué tipos de trabajo realmente satisfacen las necesidades esenciales de la sociedad. La mayoría de ellos son trabajos en el sector público, a menudo mal pagado, o no pagado en absoluto.
Según la ONU, el 41% del trabajo realizado en todo el mundo no es remunerado: como el cuidado de niños y ancianos, las tareas domésticas y la recolección de agua. Estas actividades son esenciales para sostener la sociedad y mantener la economía en funcionamiento, pero no generan ingresos y se dejan en gran medida en manos de las mujeres.
“Valoramos más las actividades que generan beneficios para la economía que las que son importantes para la sostenibilidad de la vida”, critica Amaia Pérez Orozco, economista del colectivo feminista XXK. De esta manera, “tenemos una visión completamente distorsionada sobre el valor del trabajo”, añade.
“Base nutritiva” versus “economía del yonqui”
En un sistema enfocado hacia el beneficio y el crecimiento, recompensamos el trabajo que convierte los recursos en productos y desechos, y descuidamos la “base nutritiva” humana y ecológica, como la llama Margarita Mediavilla, profesora de ingeniería de sistemas de la Universidad de Valladolid, en España.
“El colapso se produce cuando la base se debilita y el sistema intenta seguir creciendo”, explica Mediavilla. “Nuestra sociedad ya ha entrado en un patrón de colapso y de sobreexplotación”. La COVID-19, añade, “nos hace aún más frágiles y muestra el patrón de colapso aún más claramente”.
Según Mediavilla, las sociedades tradicionales trabajaban lo necesario para satisfacer las necesidades de la población y cuidaban los recursos naturales de los que dependía su sustento. Por el contrario, la “economía de los yonquis” de hoy, que es dependiente del petróleo barato, una mano de obra barata y recursos baratos, “necesita producir más y más para que la gente tenga una vida decente”.
Para algunas comunidades, el coste medioambiental de este sistema se refleja en sus oportunidades de empleo.
Brototi Roy, politóloga medioambiental de la Universidad Autónoma de Barcelona, ha analizado los conflictos en el sector del carbón en India. La investigadora describe una entrevista con empleados que sufren por trabajar para una industria que contamina su tierra y medioambiente. En el pasado, ese mismo país les ofrecía alimento.
Cuando se habla de ralentizar la producción o de cerrar industrias nocivas por razones medioambientales, estos objetivos siempre se contraponen al imperativo de preservar los puestos de trabajo. Pero se presta muy poca atención a lo que los trabajadores realmente quieren, según Roy. En su opinión, la pregunta debería de ser: “¿Qué tipo de trabajos queremos defender y por qué no preguntamos a las personas que desarrollan esos trabajos si podemos ofrecer una alternativa?”.