Muchos argentinos sienten, en estas horas, una enorme indignación y una gigantesca impotencia. Los “cuadernos” de la indignidad pusieron en evidencia, con brutal crudeza y sin atenuantes, ese secreto a voces que casi todos sabían y prefirieron ignorar, por comodidad o conveniencia personal.
Cuando aún se debatía sobre la veracidad de los documentos encontrados y su eventual validez como prueba formal en un juicio, empezaron a desfilar por los pasillos de tribunales un grupo de desprestigiados personajes.
A poco de andar y haciendo gala de una cobardía inigualable, escaso decoro y ningún código de lealtad estuvieron rápidamente dispuestos a aportar múltiples detalles a cambio de habilitar una negociación de sus condenas.
Empresarios prebendarios, políticos corruptos y jueces deshonestos integran, por ahora, esa nómina tan despreciable como incompleta. La nefasta grilla no está definitivamente cerrada y todo hace pensar que se seguirán sumando acusados y delatores a este patético culebrón.
Claro que los primeros argumentos defensivos apelaron a la nulidad de los indicios, para luego dedicarse al sospechoso oportunismo de las denuncias, pero fue finalmente la abrumadora secuencia de autoinculpados lo que dejó poco margen para cualquier tipo de vanos pretextos y laxas justificaciones.
Pocos observadores toman verdadera dimensión del tamaño del escándalo y de sus posibles derivaciones políticas y económicas. Este puede llegar a ser un trascendente hito en la historia capaz de marcar un antes y un después.
Puede que estos acontecimientos se lleven puesto a los más importantes partidos políticos, a varias generaciones de dirigentes y hasta, tal vez, unas cuantas empresas vean severamente comprometido su futuro inmediato.
Es posible que se convierta en una bisagra positiva y que luego venga algo superador, pero queda espacio para que solo sea una mutación irrelevante que solo modifique la lista de protagonistas y no consiga torcerle el brazo a la perversa dinámica que, la corrupción estructural, ha logrado establecer.
No faltaron a la cita quienes intentaron explicar la crisis económica actual vinculándola exclusivamente con estos aberrantes hechos. Eso no es cierto, pero para algunos, resulta bastante ventajoso plantearlo de este modo.
La situación presente tiene profundas raíces que vienen de larga data, pero que no han sido ni debidamente corregidas, ni suficientemente mensuradas en esta nueva etapa. Si estos problemas no son encarados con contundencia brindando señales claras e inconfundibles, nada se resolverá.
Ante este triste despliegue que debería avergonzar a todos, en el que la política siempre hace de las suyas para sacar su tajada, los ciudadanos no parecen tampoco estar suficientemente preparados para revisar sus conductas y explicitar, de una vez por todas, su imprescindible “mea culpa”.
No se llegó hasta aquí por casualidad. La impericia serial, la incompetencia crónica y la omnipresente improvisación tienen mucha responsabilidad y explican buena parte de esta tormentosa realidad, pero eso no lo es todo.
Del mismo modo, la corrupción no ha calado tan hondo por azar, sino por la existencia de una participación cívica necesaria que ha sido muy funcional a los premeditados planes de los malandras de siempre.
Va siendo hora de que aparezcan entonces los otros arrepentidos. Los ciudadanos de esta Nación no se pueden hacer los distraídos y hacer de cuenta que nada tuvieron que ver en esta dolorosa y trágica involución.
Tal vez no formaron parte de las hipócritas hordas que saquearon al país, pero fueron demasiado indulgentes ante lo inaceptable y extremadamente dóciles frente al latrocinio, ese que se mostraba obscenamente a diario.
Desde los tiempos de las dictaduras, una ciudadanía tan ciclotímica como necia, ha aplaudido con convicción a todos los gobernantes. Con el retorno de la democracia votó masivamente a cada uno de los Presidentes que accedieron al poder, siempre con respaldos populares muy significativos.
Con la misma vehemencia con la que la comunidad acompañó esos procesos políticos, luego desmintió esos mismos apoyos, negando cualquier tipo de connivencia con lo que luego calificaría como catástrofe absoluta.
Existe poca vocación cívica para hacer autocritica. Una sociedad que no tiene la capacidad de examinar sus errores mas evidentes no podrá jamás salir de ese circulo vicioso y quedará condenada al eterno fracaso.
No se debe temer a asumir los desaciertos. Es imposible corregir rumbos si antes no se acepta con hidalguía y humildad que se ha tropezado y que se tiene una importante participación en ese funesto derrotero.
La gente no solo ha sido cómplice de la corrupción, sino que muchos han apoyado fervorosamente las políticas económicas que indiscutiblemente luego mostraron su estrepitoso derrumbe y dejaron secuelas insalvables.
Hay que hacerse cargo y dejar de lado las infantiles excusas. Las ideas que han ovacionado no funcionaron y fueron un gran desastre. Los políticos a los que votaron han sido un fiasco. Fueron ineptos o corruptos, y en demasiados casos terminaron exhibiendo ambos miserables atributos.
Nadie pretende que los ciudadanos se inmolen públicamente ni se flagelen a cara descubierta, pero si es vital que exista una serena introspección, una reflexión sincera y por sobre todas las cosas, un generoso, indubitable e inteligente cambio de actitud que pueda revertir tantos años de decadencia.
Alberto Medina Méndez / amedinamendez@gmail.com / Twitter: @amedinamendez