Es habitual que los seres humanos caigan en la trampa de confundir los deseos con la realidad. A veces, las ansias de que algo suceda, hacen que se pueda creer que todo va en esa dirección y que es inexorable que esa percepción personal sea compartida por la inmensa mayoría de la sociedad.
La realidad siempre se ocupa de poner las cosas en su lugar. Lo que parecía evidente se derrumba y los hechos refutan todo con absoluta contundencia. En casi cualquier ámbito de la vida se puede convivir con esa ingenuidad casi eternamente, pero en la política lo empírico se presenta de un modo aplastante y no deja más alternativa que reconocer el error de perspectiva.
A veces, el anhelo es tan potente que la gente prefiere continuar desorientada por algún tiempo adicional, intentando explicar lo ocurrido y apelando a aspectos secundarios, existentes, pero no determinantes.
Hace tiempo que la sociedad considera que la política dejó de ser la herramienta de las transformaciones para convertirse en un instrumento de sometimiento, abusos y corrupción. Por eso se enfada y con razón.
Frente a esos inaceptables atropellos, reacciona casi heroicamente y asume un legítimo protagonismo que aspira a modificar la situación actual y encauzar entonces, aquello que nunca debió salirse de rumbo.
El ciudadano medio cree, con convicción, que la democracia es el camino para dirimir las discrepancias de una comunidad. Pero también percibe que ese sistema de gobierno ha sido cooptado por una casta, una corporación de personajes que se han apropiado de la conducción de esa maquinaria.
Es por eso, que esa ciudadanía enojada e indignada, con bronca e impotencia, entiende que debe hacer algo al respecto y asume la responsabilidad de liderar ese proceso de reformas indispensables.
Ese análisis, pese a su simplicidad, no es incorrecto, pero es insuficiente, porque no mensura con seriedad las variables más relevantes que explican el presente y el modo preciso en el que opera la política contemporánea.
Por obvio que parezca, nada se supera si no se comprende primero su dinámica y se entienden sus reglas básicas. Recién entonces se puede plantear una estrategia adecuada y tener así una posibilidad cierta de lograr resultados. Las ganas son necesarias, pero no alcanzan si no se les agrega una importante dosis de profesionalismo y una perseverancia sistemática.
Lo que ocurre en el presente es la consecuencia de una serie bastante prolongada de situaciones que derivaron en esta actualidad. No se ha llegado hasta aquí de la mano de casualidades o circunstancias inconexas.
El entramado actual es complejo, sofisticado y la maraña de ingredientes que lo componen lo hace casi inaccesible. No puede ser encarado con éxito solo apelando a rudimentarios recursos y maniobras primitivas.
El fraude estructural, las regulaciones que condicionan la participación política de los ciudadanos, los privilegios de la partidocracia, el financiamiento de las campañas son solo algunos de los condimentos cuyo replanteo de fondo es esencial. Sin embargo, la posibilidad concreta de lograrlo pronto parece políticamente inviable y fácticamente imposible.
A la farsa propia del sistema se agrega la apatía de una ciudadanía abatida por su extensa nómina de derrotas individuales y colectivas, situación que molesta a muchos, pero que es el desenlace esperable de un esquema que fue montado intencionalmente para que derive en esa postura general.
La desesperanza cívica no es un incidente fortuito, sino que es el resultado de una planificada y exitosa estrategia de quienes ostentan el poder para evitar que la sociedad retome el mando. En una comunidad empoderada, ninguno de los despropósitos del presente, tendrían viabilidad alguna.
Quienes ejercen el poder, los que orientan los destinos de la política y llevan décadas en esto, no serán derrotados en las urnas por principiantes. Ellos pueden no saber gobernar, pero tienen la destreza para retener poder indefinidamente y son expertos en quitarse de encima a los aficionados.
El aparato político de los gobiernos, el clientelismo estructural, el asistencialismo vigente, la discrecionalidad con la que administran los dineros del Estado y cierto talento en el juego electoral son demasiadas ventajas para que un grupo de improvisados ciudadanos bien intencionados puedan destronar a los que han hecho de la política su forma de vida.
Siempre cabe la posibilidad de que los poderosos tropiecen, de que la soberbia les juegue una mala pasada, que un hecho inesperado los debilite y sean víctimas de sus andanzas, pero no es razonable pretender triunfos que dependan solo de una combinación infinita de errores ajenos.
Ningún desafío debe ser descartado, por difícil que parezca. Pero para encararlos se debe tener los pies sobre la tierra. Se precisa de bastante inteligencia, de una sabiduría inagotable para superar los escollos y de una actitud a prueba de casi todo para transitar el sendero a recorrer.
La idea no es caer en el desanimo sistemático y bajar los brazos. No es ese el planteo. Pero es vital e imprescindible entender profundamente como funciona el sistema, dimensionar su complejidad y comprender sus intrincados mecanismos para dar la batalla de un modo conducente. Se precisan de muchas cualidades para emprender ese recorrido. Pero el requisito número uno para enfrentar al régimen es renunciar a la inocencia.