El clima electoral suele nublar la visión y distorsionarlo todo. A algunos los inunda la euforia de ese posible triunfo y los entusiasma en demasía. Otros luchan contra su propia impotencia. Se esmeraron mucho para romper con la inercia de la continuidad, pero casi todas las señales afirman lo opuesto.
Es saludable comprender que un proceso electoral es solo una instancia de la democracia moderna, pero no necesariamente la más relevante. Claro que el resultado importa y establece cierto sesgo que inclina la balanza hacia alguna parte, pero no es lo más determinante.
La manifestación expresa de la voluntad popular es solo una fotografía del instante en el que se deciden quienes serán los que tendrán la responsabilidad de administrar la representatividad de una comunidad. Lo que verdaderamente muestra el camino a recorrer es la actitud cotidiana de la sociedad.
El modo en el que transcurrirán los hechos posteriores a los comicios depende exclusivamente de la disposición de los individuos. La historia reciente dirá que la gente cree, equivocadamente, que en ese momento se juega a todo o nada, a cara o ceca. Es por esa visión que muchos hacen esfuerzos denodados para definir elecciones y luego se retiran sumisamente para convertirse en cómodos espectadores de las decisiones ajenas.
El sistema democrático, con sus luces y sombras, con sus indisimulables imperfecciones, no se sostiene únicamente sobre la realización de elecciones libres y periódicas. Ese es un ingrediente primordial, pero no es siquiera el más importante.
No es que no deba dársele la importancia debida a la decisión en las urnas. El tema pasa por no caer en la trampa de creer que después del escrutinio los ganadores imponen su voluntad y los perdedores solo se someten.
El equilibrio del poder no pasa porque ganen unos u otros, porque la diferencia numérica sea significativa o exigua. La concentración del poder en pocas manos solo se plasma cuando la ciudadanía asume un rol eminentemente pasivo, absolutamente secundario, cuando se convierte en servil y se deja subyugar bajo los designios de los funcionarios.
Los vencedores del próximo turno electoral, deben saber que solo habrán conseguido un paso hacia la toma del poder formal. Sostener ese aval popular y darle legitimidad es una tarea bastante más compleja.
Los que realmente tienen sobre sus espaldas la labor más difícil son los que pierden la elección. Ya no solo los partidos políticos que quedan fuera del reparto, sino fundamentalmente la gente, los electores, los votantes.
Los gobiernos solo hacen lo que se les deja hacer, lo que se les permite. Por lo tanto, la batalla no termina el día de las elecciones. Ese es solo un hito, que una vez superado será sucedido por una larga lista de anuncios que requieren de una validación tácita o explícita por parte de la ciudadanía.
Sería un error darle más valor que el real al acto electoral. No se trata de minimizarlo, sino de asignarle su justa medida. No se ha llegado hasta aquí, a este grado de enorme deterioro, por la sucesión de victorias de los oficialismos, sino por la irresponsable e indiferente postura de una ciudadanía muy dócil que ha aceptado ser atropellada una y otra vez.
Que el futuro sea mejor o peor no depende tanto de los políticos del presente, sino de la determinación cívica para afrontar lo que viene. La idea mágica de que todo es cuestión de suerte o de elegir a un líder mesiánico es una simplificación que no se ajusta a la realidad, ni a la evidencia empírica.
Thomas Jefferson decía que “cuando los gobiernos temen a la gente hay libertad, y cuando la gente teme al gobierno hay tiranía”. Si eso no cambia, nada se modificará, independientemente de las circunstancias electorales.
Falta muy poco para las elecciones, pero también para la decisión más vital, esa que no tiene que ver con las urnas, pero sí con la opción más trascendente. La tarea cívica no se agota al momento de sufragar. Allí termina un capítulo y empieza el siguiente. Si el resultado electoral acobarda a los ciudadanos, entonces se está frente al abismo. Cualquier desenlace debería invitar a todos a un mayor compromiso.
Es importante decidir con inteligencia el voto, pero mucho más trascendente es hacer los deberes y comenzar a hacer la lista de las acciones que se deberán encarar ni bien culmine este proceso electoral.
Si se quiere interrumpir la interminable secuencia de eternas frustraciones, es tiempo de empezar a hacer todo de otro modo. La democracia no es solo ir a las urnas cada tanto y expresar una opinión aislada. La tarea pasa por involucrarse, meterse hasta los huesos, tener responsabilidad cívica, asumir los problemas de la sociedad como propios y hacer algo al respecto.
Si no se está dispuesto a aportar dinero, trabajo o tiempo para vivir en comunidad, pues entonces el acto electoral será un mero formalismo sin relevancia superior. Va siendo tiempo de empezar a pensar en grande, a actuar con integridad y diseñar la misión del día después.