La eterna utopía de la nueva política

Desde hace décadas que se viene hablando de renovar las formas y desterrar los vicios de la política. Muchos dirigentes lo recitan con entusiasmo y prometen que esa noble actividad será pronto un orgullo para la sociedad. Sin embargo, es evidente que, al menos hasta ahora, es muy poco lo que se ha avanzado en esa dirección.

Una nueva camada de personajes, provenientes de diversos ámbitos pretenden encarnar esa flamante dinámica. Individuos sin demasiados antecedentes políticos, sin una tradición familiar o una carrera prolongada en los partidos, garantizan que ellos serán absolutamente distintos.

Lo generacional aparece entonces como un aspecto diferenciador que aspira a ser parte de esa genuina reconversión. Algunos imaginan, con esperanza, que la participación política de esa gente más joven oxigenará a esta desprestigiada profesión, aportándole una impronta moderna y positiva. 

Esos intentos, y tantos otros igualmente extravagantes y aparentemente revolucionarios, se quedan casi siempre a mitad de camino. Durante algún tiempo, esos dirigentes intentan romper la matriz habitual de la política, para luego, inexorablemente, caer en la trampa y repetir todo lo conocido.

Lo distinto no siempre es sinónimo de mejor. Algunos que pretenden desafiar la inercia, en ese juego de mostrarse diferentes, eventualmente lo consiguen solo desde lo estético y hasta superficial, mientras su esencia persiste invariablemente destruyendo cualquier potencial proceso evolutivo.

Hay excepciones y no todo está perdido. Sería injusto meter a todos en la misma bolsa. Pero no menos cierto es que esos casos siguen siendo aislados y en su inmensa mayoría no han logrado ser ni muy exitosos, ni dignos de ser imitados por otros que se entusiasmen con ese espíritu.

Para cambiar la política seriamente es imprescindible asumir su presente, comprender los motivos reales de su creciente descrédito, para luego poder planificar un recorrido diametralmente opuesto que permita llevar adelante alteraciones profundas operando sobre lo realmente significativo. 

Algunos suponen que alcanza con asumir posturas más incorrectas, construir discursos grandilocuentes, utilizar las modernas tecnologías y optimizar el lenguaje gestual saliendo de las clásicas recetas ya conocidas.

Todas esas aristas podrían ser relevantes pero sólo si suceden en un contexto que esté en las antípodas del actual. No se trata de operar sobre lo superfluo sino, en todo caso, de trabajar fuertemente en el contenido real. 

Muchos dirigentes están convencidos de que lo trascendente es modificar solo las formas para que la política “parezca” algo que está transformándose, sin comprender acabadamente que el verdadero problema está en las entrañas mismas del sistema.

La política, en los últimos años solo ha virado en algunas trivialidades que no modifican su naturaleza consiguiendo entonces que la sociedad renueve su desesperanza y desilusión frente a esta reiterada falsificación. No ha caído en desgracia porque algunos comunicadores se hayan ocupado de dinamitarla. Su menoscabo surge de hechos demasiado burdos que a los políticos clásicos no les gusta siquiera analizar.

Uno de los aspectos más cuestionados tiene que ver con el financiamiento de esa actividad con los dineros de la gente. Las estructuras políticas y los ejércitos de militantes siguen siendo subsidiados desde las arcas estatales. Las campañas y hasta los gastos menores del partido gobernante se sostienen gracias a los abultados impuestos que paga la sociedad.

A eso se suman otras barbaridades igualmente repudiables como por ejemplo la intromisión en las decisiones judiciales, el inadmisible clientelismo, la demagogia barata o la cíclica construcción de imperios económicos absolutamente artificiales que llegan siempre de la mano de la inmoral discrecionalidad que los favorece con oscuras contrataciones. 

Prometer que se va a transformar la política para luego seguir haciendo exactamente lo mismo, pero con mejores modales, no solo no es saludable, sino que va minando cualquier intento posterior de conseguirlo en el futuro.

Para cambiar algo se debe primero tener la suficiente convicción de hacerlo, advirtiendo cuales son los pilares sobre los que se sustenta para luego estar dispuesto a derribarlos y a cortarlos de raíz. Nada de eso sucede hoy.

Utilizar todos los resortes disponibles, haciendo pequeñas mutaciones, no es hacer nueva política. Para ser efectivos resulta vital despojarse de los privilegios y transitar un trayecto mucho más incómodo y complejo.

Muchos descartan este sendero porque creen en esta patética religión de lo gradual como método innovador. En realidad no quieren cambiar casi nada. No les interesa demasiado. Solo sueñan con simular modificaciones que les brinden el tiempo suficiente para usufructuar mientras tanto el poder.

Es probable que los políticos, los anteriores y los actuales, entiendan el asunto, pero está claro que no están convencidos de hacer lo necesario. Hacerse los distraídos no es una práctica inusual para ellos. Es parte de su tradicional montaje, ese que ejercitan con habitualidad y sin pudor alguno.

La próxima vez que alguien diga que vino a desterrar las viejas prácticas de la política y a perfeccionar esta actividad para mejorar la vida a los ciudadanos, habrá que investigar acerca de que entiende por nueva política.

Los experimentos implementados hasta ahora han sido casi todos fallidos y no se avizora en el horizonte líderes suficientemente dispuestos a recorrer el desafiante e incierto sendero que invita a probar otros trayectos. No se necesitan nuevos dirigentes o partidos políticos más modernos. Lo que se precisa es mucho más coraje y determinación para intentarlo.

Parece que por ahora habrá que conformarse con los típicos alegatos rimbombantes que prometen cambios menores mientras se espera, con eterna paciencia, la milagrosa llegada de la utopía de la nueva política.

Alberto Medina Méndez

albertomedinamendez@gmail.com

 

 

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