El mundo se ha vuelto muy vertiginoso. La velocidad pretende ser un valor y la eficiencia fugaz se ha convertido en el paradigma del éxito y el fracaso.
La política no es la excepción a la regla y abundan movimientos partidarios que brotan y aspiran a subirse a esa ola. Pero no menos cierto es que esos mismos espacios políticos que han nacido como aluvión y crecido velozmente, tienen demasiado de circunstancial y de efímero. Así como aparecen con gran rapidez, también se desploman a idéntico ritmo. Nada bueno puede venir de la mano de hazañas meramente espasmódicas.
Ciertos sucesos casuales pueden ser funcionales a la aparición de un contexto extraordinario, diferente, que genere gran expectativa dadas sus singulares características. Pero nada es mágico en esta vida. El solo hecho de creer en esa fantasía es una muestra de una dudosa inteligencia.
Las construcciones llevan tiempo, esfuerzo y sacrificio. No se puede crear algo serio en tan breve lapso. Y en política mucho menos. Se debe trabajar duro, cultivar relaciones sólidas, articular ámbitos genuinos de discusión, intercambio y consenso. Pero también son esenciales los liderazgos criteriosos para lograr que lo que emerge se constituya en algo respetable.
Lo auténticamente bueno, lo que realmente vale la pena, es siempre el fruto de una larga serie de aciertos y también de desatinos, pero sobre todo, de esos cimientos sólidos que se han edificado a lo largo del tiempo, gracias a la voluntad de aquellos que creen férreamente en esa posibilidad que permite soñar, bajo la condición de tener los pies sobre la tierra.
El ilusionismo en política jamás sobrevive. Las campañas proselitistas profesionales, las brillantes estrategias de marketing especialmente diseñadas, los candidatos que, desde fuera del sistema aterrizan en la actividad partidaria, son solo recursos, ardides, que pueden funcionar en el corto plazo, pero que no garantizan nada suficientemente sustentable.
Los atajos son trucos que sirven para acortar camino, pero hacer política no es solo lograr eventuales triunfos, ni colarse por un resquicio. Eso puede ayudar pero nunca dejará de ser un simple hito en el complejo y prolongado sendero que conduce hacia la realización de grandes propósitos.
Por eso, cuando se observa el escenario político actual, y se percibe con tanta claridad la desmesurada ambición de ciertos personajes por alcanzar el poder a cualquier precio, no se puede menos que anticipar que esos intentos culminarán sin pena ni gloria. Lo grave no es el final de esas instancias, la mayoría de las veces, absolutamente predecibles, sino el desperdicio de energías y el derroche de ilusiones que ello implica.
Sumarse eternamente a nuevos proyectos es una gimnasia demoledora, que desgasta, corroe la confianza y destruye a quienes deciden hacerlo. En la política, como en casi cualquier ámbito de la vida, se trata de construir de a poco, con paciencia, consolidando paso a paso, tropezando a veces, pero asimilando el resbalón, para capitalizarlo y avanzar nuevamente desde allí.
Para eso resulta imprescindible disponer de perseverancia para evolucionar, humildad para comprender el recorrido y capacidad para rodearse de los mejores. La idea no es transitar un desenfrenado derrotero, repleto de angustias y premuras, sino más bien dedicarse a colocar ladrillo sobre ladrillo, con la serenidad que ese trámite requiere para no empezar de nuevo a cada instante.
Quienes pretenden modificar el curso de los acontecimientos deben entender el sistema y su detallado funcionamiento. Si ya lo han descubierto, pues entonces habrán entendido que esto no es para improvisados seriales y mucho menos para ansiosos crónicos.
Los que están en el juego desde hace mucho saben muy bien como sacarse de encima a los arribistas de siempre. Es cuestión de tener la templanza suficiente. Entienden que todo lo que escala rápido, desciende con similar prontitud. Solo se trata de esperar, porque lo que germina repentinamente, con personalismos y mezquindad, no tiene chance alguna de perdurar.
Si realmente se desea cambiar el rumbo, deberán primero comprender que esta no es una carrera rápida, sino una maratón, una verdadera prueba de resistencia. En esa disciplina se deben manejar los tiempos con talento, dosificar los ritmos con creatividad, guardar el aire, apurar el paso cuando sea necesario, pero también registrar que la meta está bastante más lejos de lo que parece y que apresurarse es sinónimo de frustración asegurada.
Es una pena que ciertos líderes que llegaron a la política no lo hayan comprendido en su momento. No solo ellos perdieron la ocasión de pasar a la historia al darle prioridad a sus urgencias personales. También arrastraron a muchos ingenuos ciudadanos que se montaron a esos espejismos, y cuando todo se derrumbó, no solo fueron derrotados, sino que en ese trayecto quedaron atrás buena parte de sus esperanzas, repercutiendo además directamente en cualquier futura oportunidad.
Lamentablemente, el presente reedita esta cuestión y la coloca en el centro de la escena. Muy pronto se habrá despilfarrado otra chance concreta de transformar el presente. Como tantas otras veces, se privilegiaron los intereses del corto plazo y el tren pasará de largo inexorablemente.
Parece difícil imaginarse un profundo aprendizaje de este nuevo capítulo. Más bien paree que no faltará quien vuelva a responsabilizar a los “malos de la película” por los errores propios, sin hacer la autocrítica indispensable. Nada distinto ocurrirá hasta que no se comprenda acabadamente que en política también, la ansiedad es incompatible con la construcción.