Desde hace décadas que el tema está en la agenda. Sin embargo, en los últimos meses ha crecido la preocupación en torno al desproporcionado gasto estatal, un déficit que se ha vuelto crónico impregnando todas las jurisdicciones y el consabido ajuste, ese mismo que nadie quiere enfrentar.
En ese contexto, queda claro que todos han evitado sistemáticamente la discusión de fondo, dilatando interminablemente ese instante ideal para abordar el asunto e iniciar una búsqueda seria de soluciones sustentables.
Finalmente, como en la vida misma, todo lo que se pospone indefinidamente, aparece luego de un modo abrupto, con enorme ferocidad y con muy escaso margen para decidir con la sensatez suficiente.
Cuando esto inexorablemente termina ocurriendo, son demasiados los que simulan con profesionalidad y se hacen los sorprendidos. Ellos sabían lo que realmente se venía, decidieron ignorar esta información vital y además la ocultaron premeditadamente, para evitar los costos políticos de corto plazo.
Ante la abultada evidencia, solo fueron construyendo salvoconductos y recurriendo a ardides para diferir el inevitable impacto negativo. Tenían plena conciencia de que algún día esto sucedería, pero apostaron a que la buena suerte o alguna circunstancia, les permitiera esquivar el cimbronazo.
Lo cierto es que hoy, frente a los hechos consumados, los mismos que se hicieron los distraídos recitando discursos grandilocuentes, sin contacto con el mundo real, pretenden encontrar otros modos para salir del embrollo.
Obviamente, nadie asume un centímetro de responsabilidad respecto de lo ocurrido. Lo encaran como si se tratara de un simple error ajeno o la consecuencia de una lista de desafortunados hechos fuera de su alcance.
Este descalabro fue edificado por ellos mismos, a veces por acción directa y otras gracias a la omisión cómplice. Han aplaudido casi cualquier incremento de gasto público, bajo la retorcida e indemostrable hipótesis de que el Estado es siempre un dinamizador de la economía.
Han defendido doctrinas políticas y visiones económicas que fomentaron el crecimiento exponencial de los recursos estatales. Favorecieron la emisión monetaria como herramienta de financiamiento genuina, promovieron altos impuestos y recurrieron al endeudamiento. Fueron ellos mismos y no otros.
Ahora, con la catástrofe expuesta y sin posibilidad de mantenerla oculta, intentan un nuevo operativo, tan tramposo como perverso. Ante una sociedad resignada y asustada, ahora desean aparecer como los salvadores.
Para eso hablan de compensaciones especiales, de ayudar a la gente y de priorizar a los más débiles. Son todos eufemismos que solo esconden, adrede, su férrea determinación de no tocar nada de la caja política, de sus propios privilegios y del modo en el que dilapidan los recursos ciudadanos.
La política de hoy instala falsos dilemas poniendo a la sociedad en la disyuntiva de elegir donde recortar. Por eso muchos dirigentes incitan a un combate casi ideológico contra los ricos, contra aquellos que mas tienen.
Sostienen que son ellos los que pueden tributar mas por sus ganancias exorbitantes, sin darse cuenta de que al final del día, los que pagarán la fiesta de la política son justamente los más vulnerables, esos que necesitan trabajo, ingresos y oportunidades para desarrollar su futuro.
Pero hay algo de lo que jamás quiere hablar la política. Allí donde ellos gestionan es donde se gasta mal y todo resulta mas caro. Aun suponiendo que, piadosamente, se soslayara la corrupción estructural que aun persiste, los gobiernos “siempre” despilfarran recursos en todos los niveles.
La discusión en este momento tendría que pasar por allí. Aunque mas no fuera por mero pudor, el Estado actual tiene que ser mas austero, estar a la altura de la coyuntura, con servidores públicos que se exijan al máximo.
La política debería, hoy como nunca lo hizo en el pasado, eliminar todos los costos superfluos, suprimiendo la totalidad de las prerrogativas de su casta. No parece esencial, ni prioritario, que tantos funcionarios dispongan de vehículos asignados con chofer, combustible ilimitado e inagotables viáticos.
Algunos dirigentes muy cínicos argumentan que el monto que se podría ahorrar en ese tipo de partidas es absolutamente insignificante. Si se va realmente hasta el hueso no son, precisamente, demasiado ínfimas.
Pero aun aceptando ese manipulador y conveniente planteo de ciertos líderes políticos, ellos deberían hacerlo igualmente como un gesto para demostrar hasta donde están comprometidos con esa reducción necesaria, constituirse en un ejemplo a seguir y tener autoridad moral para pedirle esfuerzos a una ciudadanía que, invariablemente, paga los platos rotos.
La inmensa mayoría de las reparticiones de cada uno de los gobiernos, tanto del nacional, como de los provinciales y municipales se han constituido en derrochadores seriales y eso ya no solo no es un secreto, sino que la sociedad lo presume con total certeza.
Va siendo tiempo de que quienes dicen ser parte de la nueva política, esos que siempre se ufanan de ser diferentes a los dinosaurios del pasado empiecen a mostrarlo con hechos concretos mañana mismo y no solo cuando apelan a sus modernas dinámicas comunicacionales.