La crispación no es un fenómeno nuevo, pero es evidente que en los últimos años se ha exacerbado. Mucho se podría decir acerca de como se gestó, se desarrolló y escaló este perverso proceso, pero vale la pena poner todas las energías, más bien, en debatir como superar esta situación de coyuntura.
La “grieta” existe y es indisimulable. Esa división entre “ellos y nosotros” está presente en la sociedad y tiene poco sentido negarla o minimizarla. Tampoco parece razonable detenerse para asignar culpas y cargar las tintas sobre unos u otros. Es hora de asumir con hidalguía y humildad que, como bien se dice en el boxeo, “cuando uno no quiere, dos no pelean”.
Es el momento de dar vuelta la página o, al menos, intentarlo. La meta no es que desaparezcan los desacuerdos, ni que las miradas sean todas idénticas, ni parecidas. El disenso no solo es deseable sino que también es necesario para luego hurgar sobre los diferentes senderos posibles, esos que conducen a mejores soluciones como resultado de un profundo análisis.
Los encargados de construir la armonía social no son los gobernantes, ni los políticos. No es bueno que la sociedad se haga la distraída quitándose cualquier tipo de responsabilidad cívica. Claro que la política es protagonista y debe aportar ejemplaridad. Cuando la dirigencia apuesta a la confrontación multiplica la gravedad del problema. Por eso son bienvenidos los buenos gestos y los estilos que contribuyen a generar ese clima adecuado. Es el mínimo aporte que la política puede hacer a este loable fin.
Por difícil que parezca este objetivo no hay que resignarse ni bajar los brazos. La historia de la humanidad muestra innumerables ejemplos de sociedades que estuvieron divididas por hechos más graves que los actuales, con odio, resentimiento y muertes como ingredientes centrales. Pese a ello, lograron sobreponerse, con tropiezos, escollos, idas y vueltas, pero con una contundencia absolutamente verificable.
Los intelectuales y comunicadores deben también cumplir con la parte que les toca en suerte. Desde el periodismo, la academia y cualquier tribuna disponible se puede hacer mucho en favor de esta dinámica, ayudando a pensar con inteligencia y sin inútiles sobreactuaciones.
Pero indudablemente la responsabilidad mayor recae sobre la gente, sobre cada uno de los ciudadanos en su actividad diaria. Allí empieza el trabajo y es donde realmente se harán notar los eventuales progresos concretos. Es en la rutina más mundana donde florecerá la verdadera convivencia.
Si la sociedad no logra entender su rol vital en esta difícil reconstrucción, es improbable modificar la tendencia. Es imperioso recorrer ese camino de aprendizaje y autocrítica. Ha sido demasiado tiempo el vivido bajo estas hostiles reglas de juego. Abandonar esos malos hábitos requerirá de una adaptación que no todos lograrán. Es posible que la mayoría de la sociedad lo consiga y que los violentos, solo terminen siendo una insignificante minoría que no logre impregnar a los demás con sus patéticas costumbres.
Importa mucho aquí la escala de valores que hay que decodificar y luego intentar alinear. El respeto por el otro, por su vida e integridad, debe incluir la tolerancia por sus ideas, aunque ellas puedan considerarse equivocadas. Un epíteto despreciativo, una agresión sin sentido, no solo no consigue cambiar posiciones, sino que evita el camino de la sensata reflexión e invita a ratificar posturas encerrándose en lo conocido. Así solo se empeora todo.
Las modernas herramientas de comunicación, no siempre ayudan en este devenir. Cierta despersonalización, hace que sea más fácil decir lo indebido por esos medios que en persona. El “cara a cara”, disminuye los niveles de belicosidad en casi todas las circunstancias. Es necesario, entonces, no alejarse de las personas con las que se discrepa. Por el contrario, se debe tomar contacto real con ellas, justamente, para acortar las distancias.
Es indispensable hacer el esfuerzo y desarrollar ese talento que permite separar a las personas de sus ideas. Las visiones son siempre opinables. No existen dos individuos que piensen igual. A Jorge Luis Borges se le atribuye aquella ironía que dice que “ni siquiera uno mismo comparte su propia opinión, si solo espera unos instantes”. Lo que no es admisible es renegar de ciertas personas solo por discrepar con sus convicciones. Todas merecen ser toleradas, mucho más aún cuando no se comparten sus opiniones, porque se debe respetar a las personas, más allá de sus concepciones.
Es esencial comprender que no todo tiene que ver con las formas. El reto no pasa por simular adoptando actitudes impostadas, sino que se trata de internalizar que se vive en comunidad, con interdependencia del resto, que todos los días se hacen transacciones de bienes y servicios con personas con las que no se coincide en muchos aspectos, y que para cooperar no es imprescindible estar de acuerdo en todo, sino solo en aquello que, específicamente, es el objeto de ese saludable intercambio pacífico.
El problema es complejo, existe y es bueno que pueda ser abordado cuanto antes, con perseverancia. No es solo tarea de la política, aunque ella debe contribuir con esa misión. Es la gente la que tendrá que tomar la decisión de dejar atrás esta calamidad cotidiana que destruye todo a su paso, y deberá trabajar de un modo muy personal para conseguirlo. Es trascendental entender que cerrar la grieta demandará de mucho esmero.