Por Garret Edwards y Rafael E. Micheletti
Fundación Libertad
El 18 y 19 de octubre tuvo lugar la Evaluación Nacional Aprender, plan del Ministerio de Educación de la Nación orientado a detectar el nivel educativo de escuelas públicas y privadas del país. 1.400.000 alumnos no tuvieron clases y debieron participar en la instancia evaluativa de manera compulsiva.
Se trata de un viraje con respecto al Operativo Nacional de Evaluación (ONE), que en 1993 comenzó siendo anual, y se fue espaciando y postergando hasta volverse de carácter trienal con el kirchnerismo. Según el Doctor en Educación Mariano Narodowski, las pruebas ONE tenían “muchos problemas en la confección del instrumento técnico y la elaboración de los datos” y “mostraban el desinterés que hubo por evaluar”.
El nuevo Gobierno, a través del Ministro de Educación Esteban Bullrich, pretende imprimirle una nueva impronta a su gestión educativa. Parte de este giro sería el darle mayor importancia a la evaluación de los resultados de los procesos de enseñanza-aprendizaje. Pues resulta imposible pensar soluciones sin conocer la realidad en que estamos parados. Por eso este tipo de evaluaciones se hacen en prácticamente todo el mundo.
Sin embargo, no obstante el hecho de que una gran porción del colectivo docente parece aceptar de buen grado este tipo de mediciones, importantes actores del sistema educativo, como los gremios, universidades o ciertos grupos de estudiantes, plantearon un rechazo rotundo al Aprender, e incluso algunos lo obstruyeron deliberadamente. En ciertos casos, por ejemplo, alumnos tomaron por la fuerza las instalaciones escolares para impedir el desarrollo debido y adecuado del operativo.
Surge, por ende, el siguiente interrogante: ¿Por qué hay personas que se resisten a ser evaluadas? Parte de la respuesta deberían darla, sin dudas, los psicólogos. En general, a nadie le gusta que lo evalúen, que lo examinen, que lo califiquen, que lo juzguen, que lo analicen. Debe haber una sensación de inseguridad sobre la competencia para el trabajo si no se acepta que se puedan analizar los resultados. Pero, también, hay una respuesta política e ideológica.
Una cosa es no estar de acuerdo con la forma en que se evalúa desde un punto de vista técnico, mas ello no es motivo para resistirse directamente a ser evaluados. Siempre habrá detractores del Gobierno o gestión de turno. Si eso habilitara a obstruir o no cooperar con las acciones gubernamentales, nunca se podría llevar a cabo ningún plan o acción estatal.
En el fondo, esta discusión sobre los criterios, métodos y modelos de evaluación no se viene dando seriamente, y quienes utilizan la excusa de que la evaluación sería técnicamente inadecuada no sostienen su postura con argumentos sólidos, sino que se basan en motivos político-ideológicos. Confunden el ser evaluados o no con cómo deben ser las evaluaciones en sí mismas. Si están en contra de las evaluaciones, ¿cómo conviven estos docentes en un sistema en el que permanentemente se ven obligados a calificar a sus alumnos?
Hay que decirlo con todas las letras: en la Argentina se ha difundido generalizadamente en el ámbito académico, inclusive en el pedagógico, la idea de que las instituciones son opresoras. Esto nos viene heredado de Michel Foucault, una insigne estrella intelectual sumamente venerada en las aulas de nuestro país. Si las instituciones como la policía, la Justicia o las escuelas son intrínsecamente opresoras, la solución pasa a ser des-institucionalizar; es decir, quitarles fuerza y autoridad a las instituciones.
Esto conduce a la victimización del victimario, a la ausencia de respeto por la autoridad, a la falta de disciplina, a la reducción del nivel de exigencia y control, así como al deterioro paulatino y progresivo de la eficacia de nuestras instituciones. Lo vemos en el sistema educativo, pero también por fuera de él, y en los ámbitos más variopintos de nuestra sociedad. Claro que, en el medio de esto, se cuelan muchos intereses mezquinos, espurios y corporativos de quienes, en definitiva, se resisten a perder posiciones de privilegio para las que ni siquiera parecen estar capacitados.
La democracia no es ausencia o deterioro de la autoridad o del orden. La democracia implica libertad, la cual exige a su vez reglas claras y efectivas, así como un ambiente de confianza y transparencia. Autoridad no es autoritarismo. Evaluar no es violar la autonomía o la libertad. Si hay docentes o instituciones del sistema educativo que no son capaces de transparentar lo que hacen en su trabajo, por el motivo que sea, deberían pensar seriamente dónde quedó su vocación y si realmente de esa forma creen estar sirviendo a la comunidad.