Por Garret Edwards (*)
Luis Lacalle Pou, el presidente de Uruguay, expresó en un evento de Fundación Libertad y de la Fundación Internacional para la Libertad que siempre tuvo en claro que la uruguaya no iba a ser una cuarentena obligatoria, que “la libertad responsable es la que se ha aplicado en mi país”. El infame Decreto Nacional Nº 297/2020, que dio lugar a la cuarentena interminable que arrancó el 20 de marzo en la Argentina, en su artículo 6º exceptuó del “aislamiento social, preventivo y obligatorio” y de la prohibición de circular a las personas afectadas a “las actividades y servicios declarados esenciales en la emergencia”. Listado que fue ampliándose poco a poco, mes a mes. Con avances y retrocesos.
Se produjo, en ese momento, una segunda falsa dicotomía. Segunda porque la primera fue aquella que proponía que debía elegirse entre salud y economía. La otra dicotomía fue el distingo, también artificial, entre actividades esenciales y no esenciales. Continuando en la línea expuesta previamente por Lacalle Pou para el país oriental, él defendió la idea de que no había que perseguir a los que necesitaban “hacer el peso” y juntar “un poco de dinero para parar la olla”, que Uruguay no se convertiría en un régimen policíaco. En cambio, en la Argentina se empezó a diferenciar entre supuestas actividades esenciales y supuestas actividades no esenciales.
Craso error cuando para la mayoría de los trabadores y de PyMEs todo su trabajo es esencial porque es de lo que viven. Forzar a cerrar indefinidamente a determinados rubros y actividades ha sido un golpe de gracia a una economía que ya venía deprimida y castigada desde hacía años. La pandemia ya golpearía por su cuenta, sin necesidad de sumarle medidas equivocadas por parte del Gobierno Nacional. ¿Por qué prohibir trabajar a aquellos sectores que hubieren establecido y que respeten protocolos y estándares de higiene y seguridad para con el COVID-19? Nadie más preocupado que los propios empleados y empleadores en que se respeten los mismos para poder seguir trabajando, y haciendo el peso para poder parar la olla.
La clasificación entre actividades esenciales y no esenciales no sólo ha sido artificial, ha sido artificiosa y arbitraria. Para aquellos que viven de su ingreso, que llevan día a día, semana a semana y mes a mes sus cuentas, no sólo es esencial su actividad, es personal y esencialísima. Y mientras se respeten protocolos y medidas de higiene y seguridad que respeten los estándares establecidos por lo que conocemos hasta el momento de parte de la ciencia sobre el coronavirus, ¿por qué no permitirles estar abiertos y trabajar? Es que debería haberse distinguido entre actividades seguras e inseguras. Entre aquellas que respetan protocolos y estándares mínimos de higiene y seguridad, y aquellas que no lo hacen. Permitirse todas aquellas que sí lo hagan, controlar que así sea, y las que no, obviamente, no hacerlo. Tan simple y tan sensato que asombra que nadie en el Gobierno Nacional lo haya propuesto. O que en la oposición no se haya expresado de esta forma.
Es difícil explicitar a esta altura del partido qué país ha manejado mejor la pandemia. Sólo el tiempo pondrá en perspectiva a cada uno. El de Uruguay es, por ahora, un éxito relativo y condicionado. Al final del recorrido nos enteraremos y podremos definirlo con claridad. El de Argentina es, asimismo, un fracaso relativo y condicionado. Todavía puede revertir las cosas y hacerlas mejor, y aún no sabemos cuán bien o cuán mal del todo se ha hecho lo que se ha hecho. Aunque, sin embargo, algunos errores son notables. Quizá debería haberse declarado al Gobierno Nacional como actividad no esencial. Por cómo se desempeñan, parecería que algunos no han trabajado en todo el año.
(*)Director de Investigaciones Jurídicas en Fundación Libertad