Rosario y el Che: idolatrando a un asesino

A noventa años del natalicio de un gran asesino, ¿qué irresponsable mensaje dan algunos gobernantes reverenciando a un psicópata como el Che Guevara?

Por Ernesto Edwards – Filósofo y periodista – @filorocker

Por estos días se recuerda el nacimiento del rosarino por accidente Ernesto Guevara, el impiadoso criminal cuasi descerebrado, quien (es justo decirlo) nunca hizo nada por su país ni se le cayó de la cabeza una sola idea rescatable. Las pruebas que sustentan esta afirmación están a la mano de cualquiera. Un delirante que proponía un genocidio. El Che.

Quien ha sido tomado como una bandera por el socialismo santafesino, y por tantos otros que parecen no tener la capacidad crítica necesaria para interpretar adecuadamente nada de la historia reciente, como algunos movimientos políticos latinoamericanos que pecan de preocupante ignorancia.
Nacido en el Hospital Centenario de Rosario en el seno de una familia acomodada, ya recibido de médico, recorrería Latinoamérica vinculándose con grupos de comunistas e insurgentes que apuntaban a derrocar a Fulgencio Batista, por entonces autoritario y corrupto gobernante de la isla de Cuba que había accedido al poder tras encabezar un golpe de estado. Con un enfoque indigenista y de campesinado de escasa claridad conceptual, Guevara se vincularía con un joven Fidel Castro, quien ya había intentado una fallida asonada contra Batista. Hasta que en 1959 sobrevendría lo que se conoció como “La revolución cubana”, deponiendo a Batista, pero sólo para llevar adelante durante sesenta años una sangrienta dictadura peor que la anterior, en perjuicio de un sufrido y acorralado pueblo cubano. En el marco de ese nuevo gobierno, satelitario de la Unión Soviética, Ernesto Guevara sería, por algún tiempo, el pésimo ministro de Industria que fue, fracasando también como presidente del Banco Central cubano. Recordemos que en esos roles destruyó su propia moneda y terminó importando máquinas barredoras de nieve. ¡En Cuba! Hasta que sus incontenibles ansias de seguir derramando sangre por doquier tomaron la apariencia de justificación ideológica por la supuesta necesidad de internacionalizar la generalización de la lucha armada en América latina, Asia y África. Todas demenciales experiencias guerrilleras que fracasaron, una a una, en Guatemala, Nicaragua, Perú, Colombia, Venezuela, y hasta con el intento de ingresar por el norte argentino. Fomentando, además, lo que luego serían el Sandinismo nicaragüense y el movimiento uruguayo Tupamaros. Ni siquiera los partidos comunistas de esos países aprobaban la delirante y pobre estrategia guevarista.
Luego de esa sobrevalorada y presumida estupidez que fue la frase “Hasta la victoria siempre”, dirigida a Castro, el Che emigraría al Congo, en 1964, donde le sobrevino una derrota tras otra. Por ello retorna al continente americano para instalarse en Bolivia, creyendo que al limitar con Paraguay, Chile, Argentina, Perú y Brasil tendría facilitado extender el foquismo guerrillero.
Es cierto que por esos años Sudamérica se caracterizaba por diversos gobiernos de facto. René Barrientos, ejerciendo ilegítimamente el poder en Bolivia, sería el encargado de decidir el final de Ernesto Guevara, quien por entonces ya había proclamado peligrosamente la necesidad de “Crear dos, tres… muchos Vietnam”. Seguramente hubiésemos preferido un juicio al estilo Nüremberg, como le correspondía a este criminal, con una corte internacional decidiendo su destino. Pero los bolivianos se apuraron, favoreciendo de tal modo la distorsionada imagen de Guevara, elevándolo a la altura de un falso mártir de romántica leyenda. Nada más lejos de lo que realmente fue como personaje histórico. Un médico que se deleitaba asesinando. Un gobernante genocida que ejecutó a centenares de opositores cubanos y que fundó campos de concentración para disidentes y homosexuales, como así también para los profesantes de distintas religiones. Un totalitario que pretendía someter a toda Latinoamérica a su ideología, de marcado corte estalinista, que no hesitó en convertir a Cuba en una gran cárcel para opositores, asesinando a quince mil personas, y forzando a que casi cien mil cubanos murieran horriblemente, ahogados en el mar por tratar de escapar del régimen.
Nunca se entendió muy bien cómo Mario Benedetti, con ingenuidad, quiso distinguirlo como el sensible poeta que nunca podría ser, tan sólo por ese indigerible y rastrero “Canto a Fidel”. Y es también ridículo e inaceptable que se lo nombrara Doctor Honoris Causa en Pedagogía por la Universidad de Santa Clara. Posiblemente estos cubanos habrán considerado que Guevara era un especialista en la Didáctica del asesinato.
Por si todo fuera poco, algunas ciudades de las más importantes del mundo están sometiendo a revisión algunos monumentos ubicados en espacios públicos, que consideran “símbolos del odio”, como sucede con la gigantesca estatua de Cristóbal Colón en New York City, que da nombre al popular Columbus Circle. El propio alcalde Bill De Blasio, un entusiasta admirador del genovés, sin embargo reconoció que Colón “es una figura complicada”, promoviendo un debate con la intención de identificar y eliminar monumentos que se considere que sugieren odio, división, racismo. Sin embargo, de este lado del continente no se sigue el buen ejemplo, y es casi ofensivo saber que un gobierno en tiempos de democracia insiste con propiciar y defender plazas, monumentos y homenajes a un perverso. Eso sucede con el socialismo en Rosario, que declaró al Che “ciudadano ilustre”, y lo sigue apologizando dedicándole una placita. Esta sí que es Rosario. La de ellos, por lo menos. No pasa inadvertida la recurrente insistencia del Ejecutivo Municipal en homenajear a Guevara con muestras, seminarios, proyecciones, charlas, el CelChe (Centro de Estudios Latinoamericanos “Che Guevara”), todo bajo la consigna “90 veces Che”, como si fuese unánime considerarlo un hijo dilecto de la ciudad. Pero es un signo que permite comprender mejor el desmadre actual de esta administración.
Finalmente, el repudio y desprecio hacia su figura a 90 años del nacimiento del gran asesino latinoamericano. Alguien venerado, en general, por quienes se identifican y fantasean con su condición.

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