Por Ernesto Edwards / Filósofo y periodista / @FILOROCKER
“Vivo en la ciudad de Rosario desde hace seis décadas. En una ciudad que mis ancestros procedentes de Europa contribuyeron a hacerla grande. Ocasionalmente he pasado algún tiempo fuera del país. Por alguna beca, o por viajes diversos, entre vacaciones o invitaciones a dar cursos. Si sumara la cantidad de días en cada lugar quizás daría como resultado mis preferencias por Madrid, Londres, Roma y Boston, mi lugar en el mundo. Pero siempre regresando a Rosario, mi referencia, mi ciudad de nacimiento.
Primero viví en barrio Fisherton, a la vuelta de lo que hoy es una estación de servicio en Donado y Córdoba. Poco después, en la hoy desaparecida Maltería Safac, por Refinería. Cuando me casé fuimos al Pasaje Espora,en el centro. Primero con mis viejos, en los tiempos económicamente más difíciles. Un año, cuando esperábamos que naciera nuestro hijo, se nos ocurrió ir frente a la plaza San Martín, para luego regresar a la cortada. De cada lugar, de cada casa, tengo recuerdos, entre buenos y descartables. Cada sitio dejó una marca, tiene una historia. De algunos tengo fotos y videos. Pero no son del todo necesarios. Cierro los ojos, y aparecen vivaces e intensos.
Finalmente (o eso creía) nos instalamos a cinco cuadras de Córdoba y Corrientes, hace ya un cuarto de siglo. La idea era estar ahí nomás del microcentro. Nos mudamos a un departamento muy grande, que quedó inmenso cuando nuestro hijo, recién graduado de abogado, decidió irse a vivir solo. Varios dormitorios, baños, balcones corridos externos, escritorio y algunos ambientes más. Cochera exclusiva y otras comodidades adicionales.
En cada habitación vivimos rodeados de muebles que albergan diferentes objetos vinculados con lo cultural. O son libros, o son películas, o son discos. Cada compra fue realizada pensando en nuestra biblioteca, nuestra videoteca, nuestra discoteca. Y permanentemente fabricando recuerdos. Confiando en que era mi domicilio definitivo. Para siempre. Hasta el final.
A lo largo de los años he tenido muchos amigos. Algunos los conservo y otros fueron desapareciendo con el tiempo. Pero llegaron otros. Porque así es la vida. Y si me voy, quizás no vuelva a verlos nunca. Pero no tratar de irme no sería sano, sería casi autodestructivo.
No quiero vivir en Cuba. No quiero vivir en Venezuela. No quiero vivir en Zambia. Y tengo la impresión de que eso es lo que está a punto de suceder. Siempre experimenté un nacionalismo ingenuo y hasta orgullo por mi identidad nacional. Y no siento que ello me lo hayan podido cambiar. Estos tipos que nos gobiernan no pudieron modificarlo. Sin embargo, estoy pensando en irme. Antes de que sea demasiado tarde.
No quiero vivir en un país de fundamentalismos, con gente impresentable ocupando lugares oficiales y públicos de decisión, que pueden definir situaciones directas relacionadas con mi calidad de vida. Me considero solidario, mi vida creo que ha sido así, pero entiendo la solidaridad como una instancia voluntaria, y no con un funcionario obligándome, y exigiéndome que haga lo que ellos evitan.
No quiero más políticos millonarios, y que nadie diga nada. O peor, con abyectos que los aplauden. Y con funcionarios que te persigan por pensar distinto. Y con líderes que no se hacen cargo de sus culpas, atribuyéndoselas siempre a sus predecesores.
El país se deshilacha, se descompone, se desintegra, entre tanto autoritarismo y radicalización. No quiero vivir en un país en que están naturalizados la corrupción y los privilegios sectoriales, el abuso de poder, el desprecio por los méritos, el ataque a la propiedad privada, el nepotismo en los cargos y los ignorantes gobernando. Y de enorme imprevisibilidad e inseguridad jurídica. Con devaluaciones constantes, con desempleo descontrolado, con inflación en permanente crecimiento. Y miseria, mucha miseria.
Estoy harto de la posverdad, de los relatos, de la historia oficial, de la intolerancia, del discurso hipócrita. De gobernantes diciendo “yo, yo, yo, yo” sin un ápice de autocrítica. De que se persigan a los jueces independientes pero se denuncie un inexistente lawfare. Y de una falsa dicotomía entre Salud y Economía para justificar una destructiva cuarentena eterna que, al final, nos dejó sin salud ni economía. Y convertidos en habitantes de uno de los peores países del mundo en cuanto a resultados de su política sanitaria.
También estoy harto de una de las mayores cargas impositivas del mundo, y que con lo que pago en esa condición no se haga lo que se debe, y nadie dé ninguna explicación de cómo se hicieron millonarios en tan poco tiempo, y sin trabajar.
Vivo en Rosario. Y por ello también estoy harto de los delitos más crueles, del encierro excesivo, de la gente irresponsable y de estar meses y meses respirando humo y que a ningún funcionario le importe resolverlo. Rosario es la Capital Nacional de la Inseguridad. Consecuencia de años de desgobierno provincial. Pero potenciado por el actual desinterés e ineptitud del Ejecutivo santafesino que lidera Omar Perotti.
Venimos de más de medio siglo en continuado de malos y pésimos gobiernos. No lo pensé en 1989. No lo pensé en 2001. Lo estoy pensando ahora, con estos dirigentes actuales que deben ser los peores de nuestra historia, cuando ya estoy tal vez demasiado grande, en esta grave crisis que vive el país, y que parece terminal. Crisis económica, social, moral. Que está dejando a la inmensa mayoría de sus habitantes sin futuro, sin posibilidades, sin dignidad, sin esperanza. Viviendo de planes y sin poder trabajar, con más de la mitad hundidos entre la pobreza y la indigencia, y una casta de políticos que hoy se justifica con la pandemia.
Hace pocos años dejé de enseñar (y de aprender, en un mismo proceso) cuando me llegó la jubilación. Y ese reposo actual estaba calculado para que este fuera un tiempo de descanso, de creatividad, de producción intelectual. Y de seguir viajando por el mundo. Eso mismo que tanto se empeña un cristinismo resentido en prohibirme porque le parece propio de opulentos. O que es una ocasión de ver otros países y darnos cuenta de lo mal que nos la hacen pasar aquí. Ya sé que caminando por la Gran Vía o yendo por la Oxford St. tengo pocas chances de encontrarme con algún exalumno. Pero yo mismo les enseñé que tenía que ser olvidado.
No sé adónde iría a vivir, finalmente. Sí sé que dejaría atrás personas, recuerdos, objetos, costumbres. Las valijas no tienen una capacidad infinita. Debería elegir qué llevarme. Algunos pocos libros, discos y películas. Papeles personales y unas fotografías, de las viejas. Y creo que no mucho más.
Serrat tenía razón cuando cantaba: ´Escapad gente tierna, que esta tierra está enferma. Y no esperes mañana lo que no te dio ayer. Que no hay nada que hacer. Toma tu mula, tu hembra y tu arreo. Sigue el camino del pueblo hebreo, y busca otra luna. Tal vez mañana sonría la fortuna. Y si te toca llorar, es mejor frente al mar. Si yo pudiera unirme a un vuelo de palomas, y atravesando lomas dejar mi pueblo atrás. Os juro por lo que fui que me iría de aquí. Pero los muertos están en cautiverio. Y no nos dejan salir del cementerio´. Nos están dejando sin salida.
Cada vez que lo escucho se me cae alguna lágrima: ´Estoy viejo, pero las tardes son mías´, cantaba Moris. Y yo quiero seguir siendo libre. Por eso pienso en irme. Y lo pienso mucho más cuando más se empeñan en encerrarme dentro de estas fronteras”.
Hasta aquí el relato, más o menos completo, de lo que escuché esta mañana. Estoy ejercitado en el desapego y siempre intentando tratar de comenzar a borrar mi historia personal. Será por ello que yo también estoy pensando en irme. Aunque con dolor. Y no soy el único. Pero me está costando despedirme.
No siento odio. Tengo angustia. Estoy vencido.