Eppur si muove

Por Ernesto Edwards

Filósofo y periodista

@FILOROCKER

El filósofo existencialista Albert Camus, en “El mito de Sísifo”, decía que “La única manera de lidiar con este mundo sin libertad es volverte tan absolutamente libre que tu mera existencia sea un acto de rebelión”. Y esta utopía libertaria, en la contemporaneidad, muchas veces debió confrontar con numerosos dictadores que pretendieron establecer un pensamiento único, de rigurosa verticalidad, y sin margen para la reflexión, el disenso y el debate. De Hitler a Stalin, de Franco a Mussolini, de Castro a Pinochet, de Ceaușescu a Videla, de Salazar a Chávez, más la “revolución cultural” de Mao, todos impusieron un reinado asfixiante a partir del terrorismo de estado, y sin distinciones ideológicas. Sucesivas “purgas políticas” se fueron encargando de que artistas, científicos e intelectuales en general, desaparecieran por pensar distinto. La izquierda y la derecha, para el caso, fueron totalmente lo mismo.

George Orwell, con “1984”, Aldous Huxley, con “Un mundo feliz”, “La rebelión de Atlas” de Ayn Rand, y el “Fahrenheit 451” de Ray Bradbury denunciaron, a través de la metáfora literaria, la opresión, la persecución y la eventual eliminación (de ser necesario) del ciudadano que ha perdido su libertad de pensamiento a manos de un Estado omnipresente e impiadoso que reacciona violentamente ante cualquier denuncia o tan sólo sospecha de criterios y concepciones divergentes. El cine, como objeto cultural, acompañó alegorizando esta manifestación conceptual a través de títulos como la versión fílmica de “1984”, “Rebelión en la Granja”, “Pollitos en Fuga”, “Brazil”, “Sostiene Pereira” y la reciente “Los Juegos del Hambre”. Y la televisión hizo lo propio con esa serie de culto que fue “The Prisoner”. Con sus protagonistas siempre observados, censurados, perseguidos, castigados.

La tradición filosófica occidental insiste con que el pensador y científico renacentista Galileo Galilei, al momento de ser forzado a abjurar de la concepción heliocéntrica del mundo ante el tribunal de la Inquisición (en 1633), habría afirmado “Eppur si muove” (y sin embargo, se mueve). Exponiendo con ello que aunque lo obligaran a sostener el absurdo de que el universo giraba alrededor de la Tierra en vez del astro solar, él sabía que no obstante el planeta que rotaba era el nuestro, y no al revés, como clamaban aquellos fundamentalistas incapaces de interpretar adecuadamente los textos bíblicos. Y eso que a esa altura San Agustín ya hacía siglos que les había explicado que había diferentes niveles de lectura sobre la Biblia cristiana. Pero no había caso. Todo era pura literalidad para esos peligrosos fanáticos.

Todo lo dicho, para introducir a lo establecido por la Legislatura provincial bonaerense, que sancionó en marzo pasado, y ya entró en vigencia al ser publicada en el Boletín Oficial por la gobernadora María Eugenia Vidal, la ley 14.910 que obliga a que deba hablarse oficialmente, en actos y publicaciones, de 30.000 desaparecidos durante el denominado Proceso de Reorganización Nacional. Una cifra que siempre se supo era inexacta y distorsionada, y que permanentemente había sido discutida desde distintos sectores de la sociedad argentina. Baste como argumento que lo sustenta y demuestra la seria e inobjetable investigación que llevara oportunamente a cabo la otrora Conadep (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), creada con el inicio mismo del recuperado gobierno democrático, a finales de 1983, y que tuviese como presidente al prestigioso Ernesto Sábato. Dicha comisión estableció, en su detallado y fundado informe final, que se conoció bajo el libro “Nunca más”, que durante el régimen militar hubo 8.961 desaparecidos.

Es cierto que es un tema delicado y sensible. Que provoca susceptibilidades. Que motiva que desde los grupos que la sostienen que si se la pone en duda quienes lo hagan sean calificados de fascistas o de colaboracionismo. Y está claro que aunque hubiese sido uno solo el asesinado por el Estado de entonces ya hubiese sido una monstruosidad imperdonable. Y que la sola mención de la cantidad de asesinados constituye por sí sola en un pequeño gran holocausto. No por nada siempre se evita confrontar sobre este tema. El propio presidente Macri afirmó “es un debate en el que no voy a entrar… Es una discusión que no tiene sentido”. Pero no es tan así.

Recordemos cómo la expresidente argentina Cristina Fernández nombró, en 2014, a Ricardo Forster, fundador del grupo “Carta Abierta” (espacio intelectual ultra oficialista de entonces) como secretario de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional, dependiente del ministerio de Cultura nacional. Rezaba en el Boletín Oficial, que la “responsabilidad primaria” de Forster sería la de “diseñar, coordinar e instrumentar una usina de pensamiento nacional”, agregando en otro considerando que se buscaba la homogeneización del pensamiento. Y aunque no se especificaba ni definía en qué consistía dicho pensamiento nacional, expresado así significó casi lo mismo que consolidar un “relato” que fuera en determinada dirección, ocupándose de instrumentar el adoctrinamiento más conveniente a los intereses kirchneristas. Ernesto Laclau, el filósofo de cabecera reconocido por los Kirchner, con su teoría sobre la hegemonía y su propuesta de antagonismo permanente, donde el otro sólo puede ser amigo o enemigo, pareció haber dado el preciso marco teórico para esta “secretaría del pensamiento” que se acercaba peligrosamente al “ministerio de la Verdad” que se describía en “1984”, donde el mesiánico “Gran Hermano” se enteraba de todo y la privacidad desaparecía por completo a manos del Partido, con la excusa de un supuesto Bien Común. La bochornosa ley aprobada por los bonaerenses se inscribe en la misma dirección. Y conlleva la aceptación del manifiesto fracaso que significó la desacreditación, la desconfianza y el descreimiento generalizado hacia un sector político que se trató por medios diversos de instaurar una historia oficial que degradó la cuestión de los Derechos Humanos a una mera cuestión de marketing y oscuros negocios sectoriales con forma de cuantiosos subsidios. Así de despreciable. Una ley que simboliza el fracaso. Que se diga “fueron 30.000” sólo por obligación. Nunca por la convicción y la necesidad de seguir denunciando lo que fue. Pero así es la posverdad kirchnerista, cuya exponente principal reconociera, hace pocos días, manejarse con el supuesto de que los jóvenes (dando a entender que hacía referencia a los seguidores del macrismo) no tienen la capacidad de leer entrelineas. Que no parecen ser esencialmente diferentes a los que la seguían a ella.

Roger Waters en Pink Floyd afirmaba: “no necesitamos ningún control de pensamiento”. Y aunque es un tácito reconocimiento del fracaso de la “cultura K”, la ley bonaerense impulsada por el ex intendente kirchnerista Díaz Pérez que obliga a decir “fueron 30.000” apunta a controlarnos.

“Y sin embargo, se mueve…”

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