Por Ernesto Edwards / Filósofo y periodista
El Covid-19 traerá consecuencias inmediatas en nuestras vidas. Y tenemos la sospecha de que el mundo no volverá a ser tal como lo conocimos. Necesitamos reflexionar sobre ello. En Argentina también.
En medio de la incertidumbre por saber cuánto durará la pandemia del coronavirus y su cuarentena, surgen nuevas formas de relacionarnos. Entre nosotros y con las instituciones dominantes. Y sobre esto ya se escuchan las primeras voces en clave filosófica.
También la de Alain Touraine, en su caso desde la Sociología, quien nos advierte de que “esta crisis va a empujar hacia arriba a los cuidadores”, con lo que ello implicará para las libertades individuales. Y que en la actual circunstancia, y con su característica de necesario e inevitable aislamiento, estamos en el vacío, reducidos a la nada, en un mundo contradictorio que tiene a Estados Unidos hundiéndose, al Reino Unido aislándose y a China como un totalitarismo maoísta queriendo gestionar el capitalismo mundial.
También asistimos al debate mediático entre el filósofo surcoreano Byung-Chul Han y el pensador marxista esloveno Slavoj Žižek, quien afirmó que el Covid-19 asestó un golpe mortal al capitalismo. A lo que Han replicó que “nada de ello sucederá. China podrá vender ahora su Estado policial digital como un modelo de éxito contra la pandemia”. Como si el big data irrestricto del gigante asiático no sólo permitiera tener un control casi absoluto de sus habitantes, sino el monopolio de la información, y con ello la posibilidad de una exitosa propaganda política del régimen. Asimismo, Han es pesimista acerca de que el virus potenciará la solidaridad y un sentimiento colectivo. Por el contrario, insiste con que seguiremos siendo individualistas y egoístas, buscando salvarse cada uno a como dé lugar. Y, lo que es clave, Han expresó su esperanza de que el modelo de onmipresente vigilador virtual que es China no logre instalarse en Europa con la excusa del virus. Algo que considera peor que si hubiera triunfado el terrorismo islámico. Y es una idea de fondo, al punto de que abona las teorías conspirativas de muchos que han creído ver, más allá del elaborado cuento de la sopa de murciélago en Wuhan, una especie de delirante guerra biológica manejada por un impensable eje China–Isis. Y, ¿por qué no?, con la participación especial de organizaciones ecologistas internacionales. Y todo, para que China domine la economía mundial, el terrorismo islámico destruya el sistema de vida occidental y los ecologistas se pongan contentos por los beneficios que tendría la naturaleza si los humanos circulan menos por nuestro planeta. Demasiado simplista, ¿no?
También tenemos filósofos que se comieron el amague, como el italiano Giorgio Agamben, con su nota “La invención de una epidemia”, donde desplegaba que se estaba sobredimensionando una gripe más, y que los medios provocarían un pánico mundial que justificaría la salida de los tanques a la calle, el cierre de fronteras y espacios aéreos y un desastre económico. En mayor o menor medida todo ello terminó ocurriendo, menos que el coronavirus era una gripecita cualquiera. Claro que su hipótesis de partida no era desdeñable, siguiendo a Walter Benjamin: que los estados democráticos actuales gustan de vivir en sitauciones de excepción, y que si no las tienen, las provocan. Y también que la gente ama vivir en estado de sensación de seguridad. Y que de ese artificio sólo los estados tienen el monopolio.
Siguiendo con lo filosófico, pensemos a esta pandemia como una situación límite de las que nos avisaba Karl Jaspers como motor fundamental de la filosofía. Que nos colocaban cara a cara con nuestra inevitable finitud, nuestra vulnerabilidad, nuestra precariedad existencial. Y que se mueve demasiado rápido como para tomar distancia y reservarnos tiempo para pensarla. Que apura y apremia si lo pensamos como instancia previa de la acción. Que si no tiene la suficiente rapidez se va a llevar puesta a nuestra civilización y sus culturas. Y es que esta pandemia no es un fenómeno aislado y circunscripto. Es global, y pone en jaque todas nuestras creencias y convicciones. Y en conflicto con todo lo que creíamos saber. Porque todo parece resquebrajarse y tambalear, empezando por la economía. Y con ella, toda la seguridad que creíamos poseer. Y nos hace posar la mirada en algo como la Salud Pública, una instancia que siempre preferiríamos no necesitar nunca.
En este punto es oportuno introducir que ante esta situación pandémica, una tragedia al fin si pensamos en la cantidad de muertos, aunque cada muerto no sea un número más, veremos que estas cifras suelen ser mentirosas y aminoradas, como si los encargados de proporcionar la información oficial se consideraran elegidos para preservar nuestras esperanzas. Y ante esta situación catastrófica por donde se la mire, surgen enhiestas dos categorías: los negadores y los alarmistas. Los primeros, minimizando lo evidente e innegable, y los segundos casi regodeándose en intensificar el tono dramático de sus relatos y comentarios, como si estuviéramos en las vísperas de un apocalipsis. Unos apelarán a las estadísticas y a complicados cálculos que buscarán darse a ellos mismos una endeble tranquilidad a partir de convencerse de que el porcentaje de muertos con relación a los muertos confirmados oficialmente ronda en no mucho más de un 2 %, aún con todas las reservas que cualquiera pude tener a este respecto, considerando que no se testea a todo el mundo y que tampoco se contabilizan, en muchos países, a los muertos que no fallecen en instituciones hospitalarias. Con el agregado de que si los que realizan estas especulaciones tienen menos de sesenta años se considerarán engañosamente inmunes a cualquier desenlace fatal. Los otros, los alarmistas, son fácilmente identificables. Son los que a cualquier información periodística agregan que a la cifra dada habría que multiplicar por cien, o por mil. O que en China debe haber habido millones de muertos pero que no nos enteramos porque viven sometidos por una dictadura. Quizás en el medio de estos dos esté el equilibrio como para saber que ambos extremos pueden estar mintiéndonos.
Esta pandemia traerá consecuencias morales que ya están a la vista. La incertidumbre, el miedo y la debilidad, históricamente a los humanos los ha vuelto inmorales. Y las leyes están, más que nunca, para ser violadas, si se trata de sobrevivir. De ahí al darwinismo social no quedan muchos pasos.
En el medio de todo esto, vivimos en Argentina, un país muy especial. Donde el que no busca sacar ventajas políticas de lo que sea, se queda afuera. Sacar ventajas de cada crisis, le dicen. Cualquier fisura es válida, y un ejercicio que convoca a los más rápidos de reflejos.
Convengamos que con este aislamiento obligatorio en modo cuarentena pasamos horas y horas frente a pantallas de todo tipo esperando encontrar el dato exclusivo que no te dan los programas informativos o los medios gráficos que sean, o simplemente esperando la actualización diaria, entre nuevos infectados, desafortunados muertos y aparentes recuperados, con la inconfesable esperanza de que las balas no piquen cerca.
Toda nuestra cotidianeidad se ha visto afectada. El home office se ha enseñoreado de nuestras actividades laborales. Claro que para ello hay que tener casa, posibilidades técnicas y… ¡trabajo! Si reunimos las condiciones, en plena soledad, enfrentando (o no) nuestros miedos, nuestras hipocondrías, nuestras paranoias, estaremos cara a cara con nosotros mismos. Y puede que no haya peores momentos que esos. Aunque unos cuantos sepan sobrellevarlo mejor, porque la vida les ha dado más herramientas. Y en todo ese discurrir, nuestros políticos merodean buscando su beneficio, el político, que es el fundamental si consideramos que todo es una lucha por el poder.
Y en el medio, las discusiones que no conducen a nada, con contrafácticos desopilantes. Como el de qué hubiera ocurrido si esta crisis nos sorprendía con Macri de presidente en vez de Alberto. O recordando que la anterior gestión redujo el ministerio de Salud a secretaría. Claro, a no olvidar que Macri lo tuvo a Adolfo Rubinstein, master en infectología en Harvard y doctor en Salud Pública por la UBA, y Fernández lo tiene a Ginés… En un gobierno de científicos, que busca tomar distancia del mejor equipo de los últimos 50 años. Obvio: ni lo uno ni lo otro.
Atención: no estamos dominando al coronavirus, nadie en el mundo está hablando del “modelo argentino” y nuestro país no ha sido elegido entre otros nueve para estar a la vanguardia experimental de una eventual cura de esta enfermedad. Tampoco que, como apura Daniel Filmus, los aplausos de la hora 21 son para Alberto Fernández. Pero que la esperanza no decaiga. Nada puede salir tan mal. Aunque Joaquín Sabina haya sido tan terminante, y profético, hace ya varios años: “Gripe postmoderna. Rabo entre las piernas. Clark Kent ya no es Superman. Mierda y disimulo. Crisis por el culo… Crisis”.
Esto no termina.