Por Nacho Bongiovanni, economista de Fundación Libertad
Luego del escándalo protagonizado por extremistas seguidores del presidente Donald Trump en el Capitolio y una serie de tuits del magnate que “incitaban a la violencia”, Twitter, una de las redes sociales más conocidas del mundo, decidió bloquear la cuenta del ex presidente norteamericano. Fueron millones de personas las que estuvieron de acuerdo con la decisión de la empresa. Manifestando que Trump es un líder cuando menos polémico, que genera mucha división en los Estados Unidos, lo cual no afirmaremos que no sea cierto.
Pero resulta que el CEO de la plataforma digital, Jack Dorsey, justificó el accionar de la compañía, esgrimiendo que existía mucho temor a que se incrementara la violencia luego del asalto al Congreso estadounidense. Y puede que sea correcto promover conversaciones “saludables”, como Dorsey explica en un hilo de Twitter, pero si se eliminan tuits y diversos contenidos, e incluso se suspenden cuentas que no son claramente ilegales, eso resulta en censura. Una red social no es como un medio de comunicación que tiene una línea editorial donde se define qué se publica y qué no se publica. Tanto Twitter como Facebook son plataformas neutrales, que tienen millones de usuarios con distintas opiniones, donde no hay una línea editorial.
Cualquier especialista en materia jurídica nos recordaría que en un Estado de Derecho el principio que rige es de la legalidad. Las plataformas sólo están obligadas a suprimir contenidos ilegales, como por ejemplo la apología de la violencia de género, la pornografía infantil, la alabanza al terrorismo y tantos otros. Pero una cosa es el contenido ilegal y otra es el que sus CEOs consideran “peligroso”, y como dice el experto español en libertad de expresión e internet, Borja Adsuara, sobre los tuits del ex mandatario: “Tendrá un juez que decidir si eso es un golpe de Estado”.
El dilema trasciende a lo ocurrido con el polémico Donald Trump, quien manifestaba haber ganado unas elecciones que perdió, por un fraude electoral que no existió. El problema es que Twitter parece haber fijado un peligroso precedente que atenta contra la libertad de expresión y comunicación. La censura a un dirigente del gobierno o de la oposición, y además la imposibilidad de que sus seguidores se sigan comunicando entre ellos, influye en los procesos electorales. Esto es muy grave. No puede quedar en manos de Dorsey (CEO de Twitter) o Mark Zuckerberg (CEO de Facebook) qué voces serán escuchadas y qué voces serán calladas.
Otra cuestión a destacar tiene que ver con una decisión política, y es que el accionar de las redes sociales contra Trump se produce cuando había finalizado el recuento de votos. Hasta que los líderes de las principales plataformas no estuvieron seguros de que el magnate no iba a ser reelecto no fueron contra él. Porque el ex presidente ya les había advertido que quería revisar la Sección 230 de la Ley de Decencia de las Comunicaciones para profundizar su regulación. Y he aquí la sospecha: Algunos presumen que los CEOs tomaron esta decisión para congraciarse con los demócratas estadounidenses, para que estos no los regulen como sí tenía en mente el líder republicano. ¿Y si no por qué Twitter no censuró a Alí Jamenei, líder supremo de Irán, por llamar a la eliminación de Israel? Que el día 3 de junio del 2018 manifestaba por la red social que “Nuestra postura contra Israel es la misma que siempre hemos tomado. Israel es un tumor canceroso maligno en la región de Asia occidental que debe ser extirpado y erradicado: es posible y sucederá.” Resulta gracioso resaltar que Dorsey comunicó que uno de los objetivos de Twitter es lograr “una existencia más pacífica en la Tierra”, ¿entonces por qué no suspender a Jamenei o por qué permitir que el dictador venezolano Nicolás Maduro, quien es responsable de cientos de muertes de inocentes participe de dicha red social? Jamenei sí, Maduro sí, ¿y Trump, no?