Por Lorena De La Calle – Docente de Educación Emocional. Co-creadora del Método Educativo Eureka. Facilitadora en procesos de desarrollo humano, crianza y educación
A diario escucho que la educación emocional está de moda. Sin embargo, creo que su reciente auge responde a una clara necesidad originada por tantos hechos de violencia que vemos cotidianamente. No obstante, incluso si de una moda se tratase, celebro este despertar; esta toma de consciencia y predisposición para el cambio.
Los adultos somos los responsables y debemos hacernos cargo de la violencia explícita e implícita como la rabia, ira, los gritos y descargas. También de los daños naturalizados como las agresiones en la calle, en el hogar y al medio ambiente. Podría mencionar un sin fin de hechos gestados a causa de la falta de consciencia y la escasez de herramientas internas saludables para resolver situaciones inesperadas, comunicar y decidir asertivamente. Aquí la escuela se juega su mayor carta, teniendo en cuenta que estas habilidades fueron declaradas como “habilidades educativas del siglo XXI”.
Debemos hacernos cargo de cómo educamos. Si la sociedad se siente, huele y ve violenta, indiferente, intolerante, entonces somos “responsables, participantes o cómplices de ello”. Debemos tomar responsabilidad sobre lo que ocurre, “si no asumimos nuestra responsabilidad, somos creadores cuando impulsamos o cómplices cuando callamos”.
Me esperanza que los dolorosos hechos de violencia que estamos viviendo día a día puedan ser atenuados por la inclusión de educación emocional curricular, en el marco de la ley de educación nacional. Basta con observar hechos irreparables, para dar un salto de cambio y transformación.
La educación emocional es el pasaporte para tomar responsabilidad y regulación emocional. Posibilita el autoconocimiento, la autogestión y motivación, para reconocer y transitar nuestro mundo emocional de forma sana, poniéndole un límite a nuestros ataques de nervios, ira y descargas con nosotros mismos, con un otro y en la sociedad en general.
Los niños, desde muy pequeños -al igual que los adultos en primer lugar-, deben aprender a pensar antes de actuar impulsivamente, a controlar sus impulsos agresivos, la intolerancia, la soberbia y la frustración. Es importante que puedan identificar cuándo están a gusto y cuándo no, cuándo están alegres, qué los enoja y qué los pone tristes. La educación emocional no solo les permite comprender esas sensaciones, sino incorporar herramientas para su gestión, elevar el autoestima y potenciar modos de comunicación asertivos.
En mi creencia, solo así sabrán adaptarse a los diferentes desafíos de la vida y resolver situaciones con consciencia humana.
Para educar en esta mirada se requiere de adultos que puedan dar el ejemplo con su conducta.
¿Se educa en el hogar o en la escuela?
La educación es potestad de las familias y de la escuela de forma interrelacionada, con sus diferentes alcances cada una, por supuesto. No son conceptos separables; sino que se trata de una educación en conjunto. Me apena profundamente leer en portales importantes especializados en educación y oír en boca de referentes del rubro esta máxima de “se educa en casa y se enseña en la escuela”. Se trata de una frase que fragmenta, desintegra y, lo más perverso, deja sin posibilidades a los niños que no tienen la posibilidad de educarse en casa.
Claramente la educación emocional “comienza por casa”. Sembrar buenos hábitos, autonomía, límites, compromiso y responsabilidad es tarea familiar. Sin embargo, quiero exponer que también “empiezan por casa” los gritos, la violencia simbólica, la violencia física, la violencia de género, la falta de amor, la falta de límites, las situaciones de ira, los miedos, los abusos, entre tantas otras. Es imprescindible establecer límites claros de la responsabilidad del Estado y la escuela. La implementación de la educación emocional en los colegios es el primer paso.
“La escuela no puede ser sólo un espacio solo de aprendizaje intelectual, ni las familias pueden delegar su responsabilidad de crianza y educación en la escuela” y el Estado debe velar porque ello no ocurra.
¿Las emociones se educan?
Como ya decía Aristóteles, las emociones pueden ser educadas, y a la vez utilizadas a favor de una buena convivencia social. La educación emocional es una aliada de los límites; los mismos que protegen y enseñan a vivir humanamente. Por eso es fundamental que las familias se cuestionen qué creen de los límites, cómo los ejercen y qué resultados tienen, con el objetivo de volver la crianza y educación de sus hijos en un acto consciente.
Los límites no son gritos, castigos ni golpes; eso es violencia. Educar por miedo y coacción implica formar patrones de conducta y de elecciones personales sobre vínculos presentes y futuros. Además, reduce la capacidad de aprendizaje, tiene un impacto sobre la salud física, provoca estrés emocional y otros tantos daños emocionales y cognitivos.
En la escuela, los docentes, como principales formadores y sistema de apoyo, requieren contar con una sólida estabilidad emocional y ética, contar con herramientas y habilidades para autoliderar sus propias emociones y enseñar con el ejemplo, sembrando una cultura de responsabilidad emocional que los trascienda y se multiplique. Una escuela debe apostar al cuidado de la salud física y emocional, a la construcción de vínculos saludables y a la consciencia personal, social y del medio ambiente. Todo esto debe cruzar de forma transversal los contenidos académicos y sostenerse a lo largo y ancho de la escuela.
La sanidad emocional del estudiante y del grupo determina la motivación y eleva la capacidad de aprendizaje.
Creo que hoy en día, en un pacto educativo amplio, de todos los agentes que intervienen a nivel educacional, debe entenderse que la educación es la herramienta para lograr cambios de comportamientos, resolución de conflictos, toma de decisiones y transformar las frustraciones en posibilidades. La escuela juega un papel importante representando al Estado y el Estado a la sociedad.
¿Desconocimiento = riesgo?
El riesgo de hacer agua en esta disciplina es el no poder acompañar a los niños y adolescentes en situaciones sencillas y en otras más complejas como el descontrol de los impulsos, adoptar patrones reactivos, bullying, violencia de género, vulnerabilidad, resistencia a los límites, explotar de frustración, quebrar derechos y la ausencia de una consciencia colectiva, entre tantas otras más profundas como la falta del sentido de la vida que puede traer consecuencias trágicas.
Acceder al conocimiento
El primer escalón es tomar consciencia de que los adultos somos responsables de las consecuencias, sea por desconocimiento, omisión u otro motivo. El segundo es tomar consciencia de las infinitas acciones naturalizadas, que se generan de modo hasta inconsciente, tal vez en algunos casos por haber tenido una infancia con pocos recursos emocionales. Si fuese así, como adultos, podemos y tenemos la posibilidad de tomar control sobre nuestros episodios emocionales nocivos. La violencia más destructiva no es la que está afuera sino la que nos habita y desde allí nos ponemos en relación con nosotros mismos y con los otros.
El cambio viene en conectar con la sociedad, con nuestro prójimo y en lograr vínculos sanos, desde los familiares hasta un simple episodio en la calle de bocinazos automovilísticos que terminan en explosiones de ira. Un educador que cae en este tipo de actitudes no tiene legitimidad para pedirle a un niño que no grite, o que no estalle de furia; sería contradictorio, pues se educa en el ejemplo.
Por ello entiendo la importancia de incorporar educación emocional en las escuelas y de formar a docentes y familias para que tomen consciencia sobre sus reacciones y emociones. En definitiva es de estas actitudes de las que aprenden sus hijos a la hora de constituir sus patrones de funcionamiento, que luego adoptan como formas y modos propios.
Y aquí, mi propuesta es que el Estado debería posibilitar talleres de educación emocional para toda la comunidad en múltiples contextos y de forma gratuita, además de aplicarlo en cada escuela. Una formación práctica que brinde concretas herramientas para reconocer, expresar, canalizar y regular las emociones, con una mirada sistémica para aprender a gestionarnos y luego poner a circular esos aprendizajes en el entorno familiar, escolar y en la vida en general, contribuyendo a renacer en personas íntegras. No considero que esto sea una utopía, de hecho hay estadísticas comprobables sobre cómo políticas de estado en esta materia han reducido considerablemente hechos de violencia.
Además de todo el alcance y cantidad de programas y estrategias que podría incorporar el estado en esta área.
Desde mi lugar, seguiré trabajando para sostener espacios de transformación donde estas responsabilidades estén claras, y que la educación emocional sea el pasaporte para el cuidado, el respeto, la consciencia relacional, la interculturalidad, la aceptación, el desarrollo de la empatía, la escucha, la atención plena y la conexión .
Que no nos dé lo mismo.