Por Alicia Pintus – Filósofa y Educadora / @AliciaPintus
Recientemente una noticia del mundo académico de Rosario ha provocado revuelo. Las autoridades de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario (UNR) han aprobado con carácter de prueba piloto, un protocolo que permite a los estudiantes solicitar la suspensión de un examen en caso de sentirse “maltratados” por un profesor. Esta iniciativa está enmarcada en el proyecto “Mesas más justas”, promovido por la Agrupación de Lucha por los Derechos de los Estudiantes (ALDE) del Centro de Estudiantes de la institución.
Quienes están a favor, consideran que es un avance en los derechos de los estudiantes, y que este protocolo estaría receptando diversas formas de abuso de poder de larga data por parte los docentes.
Quienes cuestionan la medida, argumentan que podría dar lugar a que estudiantes que no han preparado adecuadamente su examen aprovechen dicha posibilidad para desembarazarse de la situación. Se han escuchado frases como “Estudian Medicina. Tienen que aceptar las exigencias”.
Entre los extremos y las controversias cabe una reflexión profunda sobre uno de los temas más neurálgicos y álgidos de cualquier agenda educativa actual: la Evaluación. Es un concepto complejo, polisémico, multidimensional y altamente dinámico. Con frecuencia se lo suele asociar sólo con la medición y el resultado. Esto es: con la instancia de acreditación formal de saberes, ese momento que se identifica con los diversos formatos de un examen. Sin embargo, es un fenómeno transversal a todo el proceso educativo en los distintos niveles de concreción curricular desde los aprendizajes en el aula hasta el funcionamiento de un Sistema Educativo.
Una de las dimensiones de análisis que resulta insoslayable es la de Ética y Evaluación. Hablar de Ética y Evaluación en el contexto de la relación pedagógica es hacer foco en la asimetría de poder de esa relación, que se vuelve más evidente en la instancia de la evaluación. Hay un diferencial de poder entre quien evalúa y quien es evaluado. Quien evalúa es quien tiene la potestad de colocar la calificación que implica ese acto administrativo – jurídico por el cual se da por aprobada la asignatura en cuestión. Es simbólico y material: el docente registra la nota y firma el acta. El estudiante se vuelve un sujeto pasivo, que muchas veces tiene poco margen para plantear una duda, pedir una explicación, contraponer una opinión o hacer valer un derecho.
Exigencia y excelencia son dos conceptos totalmente diversos, aunque se los enmascare en un supuesto rigor académico. Habrán escuchado enunciados reveladores de esta diferencia: “Para aprobar conmigo tienen que saber más que yo.”; “El diez es para Dios. El nueve es para el profesor.” Así que lo máximo que puede llegar a obtener un alumno es un ocho, si representa una minoría de elite. Y así, muchas veces, el porcentaje de desaprobados en un examen o una asignatura daría cuenta de lo supuestamente “exigente” que era el docente, de sus galardones para el concurso “Conmigo no aprueba nadie”, frente a otros colegas “más demagogos y complacientes” a quienes no les importaría que sus alumnos aprendan.
El fracaso en evaluación es un emergente que amerita una interpretación más adecuada que atribuírselo a la falta de conocimientos, interés o voluntad del sujeto evaluado. Es una razonable cuestión de proporciones: si en un curso el porcentaje de desaprobados es igual o mayor a la mitad del total, el docente debería comenzar rápidamente un serio proceso de autocrítica sobre sus propias estrategias y dispositivos de enseñanza y evaluación. No fallaron sus estudiantes. En la falla de sus estudiantes está ínsita, su falla como docente.
Pueden darse múltiples causas complementarias para el fracaso en una evaluación. Es preciso poner atención en cuáles fueron los criterios de evaluación, de qué modo se organizaron y con qué claridad se elaboraron las consignas, qué coherencia se dio entre cómo se enseñó y cómo se evaluó. ¿Qué tan transparente fue todo el proceso de evaluación?
En muchas ocasiones el tema y las consignas de un examen funcionan como prueba de ingenio del talento personal del estudiante para enfrentar situaciones inéditas, que no tienen relación alguna con lo que se enseñó. Existen consignas tan mal formuladas que requieren el doble o el triple de aclaraciones por parte del docente. Podría significar que estuvieron mal redactadas. En cualquier instrumento de evaluación las consigas deben estar elaboradas con tal claridad que de su sola lectura se desprenda una interpretación unívoca de lo que se está solicitando.
Pero todas estas situaciones podrían ser involuntarios errores en los dispositivos de evaluación. Sí, es así. Los docentes son seres humanos y no siempre hacen bien su tarea profesional.
¿Qué pasaría si en realidad se tratara de una figura de abuso y desvío de poder?
Con Ernesto Edwards lo anticipamos en “Poder y Seducción en la Escuela” (2001), donde denunciábamos esas faltas a la Ética Docente que no están prescriptas por la normativa educativa, pero que se perpetran en la cotidianeidad de las aulas; y lo advertíamos en “Violencia en la Escuela” (2004), cuando sostuvimos que los docentes también podemos ser generadores de violencia contra nuestros alumnos.
Hay docentes que valoran a los estudiantes por la demostración de interés en sus clases, por el modo en que el alumno toma notas para reproducir lo más fielmente posible los conocimientos que el profesor ha expuesto. Otros, de manera mucho más explícita, organizan reuniones de consulta, que no pueden tener carácter obligatorio en el marco de las reglamentaciones de un curso, pero allí dan las indicaciones y las claves secretas para responder lo esperado, como valiosas miguitas de Pulgarcito, para que los estudiantes que más interés le han demostrado, adulándolos y siendo obsecuentes en la clase de consulta, obtengan una mejor calificación. Mientras que a quienes no han asistido, sea cuales sean los motivos personales, se les impone el castigo de desaprobarlos y darles una devolución negativa y violenta, casi con la seriedad del bizarro jurado de algún programa televisivo de talentos, reforzando la idea de que los errores cometidos fueron advertidos enfáticamente en la clase de consulta no obligatoria a la cual no asistieron y no se les brindó ninguna oportunidad de dar con esa información vital para resolver satisfactoriamente el examen.
Luego, si quieren aprobar, estos estudiantes tienen que someterse a una instancia en la que asumen que interpretaron todo mal porque no estuvieron en la clase de consulta, y se prosternan ante el docente, para obtener un aprobado. El dilema es la búsqueda de justicia o demorarse un año o más en el desarrollo de su carrera. Es pragmatismo puro. Hay que elegir entre tener razón y que se la convaliden, o perder tiempo: el costo hundido de todo lo hecho. Somos libres. Elegimos. Pero, pesan esas decisiones quijotescas, y no habiendo garantías de justicia, si se puede, se elige ser pragmático. Eso enseñan esos docentes que son “exigentes” porque se trata de una materia que está más acá o más allá, más lejos o más cerca de la meta de egresar. Ese es el currículum oculto, que se aprende tanto como los contenidos mismos.
Estos docentes no han registrado aquella magnífica exhortación de Ortega y Gasset que reza “Siempre que enseñes, enseña a dudar de lo que enseñes”.
Ampliar derechos para los estudiantes es balancear la fuerza del Sistema, de ese Leviatán omnipotente, frente a un individuo vulnerable e indefenso a merced de las arbitrariedades que muchas veces cometen quienes detentan el poder.