Por Garret Edwards – Director de Investigaciones Jurídicas de Fundación Libertad
@GarretEdwards
El Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) Nº 70/23 de Milei ha despertado un debate constitucional de proporciones no vistas en tiempos recientes en la Argentina. De repente, un país que ya tiene más de cuarenta millones de economistas y de directores técnicos, ahora también tiene esa misma cantidad de constitucionalistas. Quienes otrora se quedaron callados ante las más palmarias violaciones a la institucionalidad, a la República, al Estado de Derecho y a la democracia, son ahora sus más acérrimos defensores. Porque, ya se sabe, hay inconstitucionalidades e inconstitucionalidades. Hay de las malas y de las buenas, aparentemente, para quienes mueven sus termómetros al calor del poder y para quienes no parecen poder -o querer- diferenciar entre lo correcto y lo incorrecto, ya ni siquiera entre lo lícito y lo ilícito.
La ventana de Overton es una teoría que intenta explicar cómo se va moviendo el debate de extremo a extremo, ampliándose la gama de cuestiones que pueden discutirse y la manera en que éstas pueden ser discutidas. Milei ha sido, a lo largo de los años, un indiscutible experto en mover la aguja de forma tal de permitir que más temas puedan discutirse, y que esos temas puedan ser tratados desde ópticas que antes resultaban imposibles. “Liberalismo” fue mala palabra luego de la fracasada aventura menemista, y sólo el tiempo le fue devolviendo el lustre que nunca debería haber perdido. El DNU Nº 70/23 expande de nuevo el horizonte de lo que se puede decir en una Argentina que posee una parte importante de su población que se resiste al cambio en pos de defender sus kioscos, sus cotos de caza, sus zoológicos personales. No la ven, o no la quieren ver, que la mayoría absoluta de la Argentina votó por un cambio, aún a sabiendas de que eso pudiera perjudicarla personalmente en el corto plazo. La apuesta por el sacrificio presente en aras de obtener un disfrute futuro. Más racional no se puede.
El debate por la constitucionalidad del DNU recién arranca, y si bien es cierto que los antecedentes jurisprudenciales de la Corte Suprema parecerían indicar que podrían llegar a expresarse en contra, no menos cierto es que la discusión está completamente abierta. Abierta por el procedimiento que debe seguirse en el Congreso, el cual tiene una larga deuda desde la reforma kirchnerista de los DNUs en 2006, y abierta porque ni siquiera la Comisión Bicameral Permanente revisora estaba constituida al momento en que se emitió el decreto. Ese era el nivel de importancia que se le otorgaba a tan vital figura, la cual debería haber sido restringida y controlada debidamente, pero no se lo hizo. Las reglas de juego son las reglas de juego, y no dejan de serlo hasta que se cambian según corresponda. El error, si se quiere, se cometió antes; no ahora.
Las constituciones son textos vivos. Cambian, mutan, evolucionan, involucionan, no se quedan quietos. Hay quienes pregonan -y lo hacían incluso ya en los orígenes de los EE.UU.- que los textos constitucionales deben interpretarse literalmente, sin permitir que el paso del tiempo o lo externo afecten la interpretación de dichas mandas. Del otro lado, el reconocer que se legisla para la posteridad, una posteridad que desconocemos cómo será o qué requerirá, implica aceptar que lo que se dijo en 1853, en 1860, en 1994, o en cualquier otro tiempo, no puede atarnos siempre que no prostituyamos al texto. Eso ya lo decía Umberto Eco: las interpretaciones son múltiples, casi infinitas. Lo decían Michel Foucault y Roland Barthes con eso de que el autor ha muerto. El texto es lo que vive, y se resignifica en cada lectura. Qué entendamos por necesidad y qué entendamos por urgencia debe ser visto a la luz del 2023, y del 2024, del siglo XXI, y de todo lo que ha vivido la Argentina desde 1994 a esta parte. A fin de cuentas, lo que importa es qué diga la Corte, porque al final del día la Constitución dice lo que la Corte Suprema diga que la Constitución dice.