En las últimas semanas han aparecido titulares en letras catástrofe que rezan que las importaciones en Santa Fe siguen en alza durante el 2017. Se manifiesta preocupación desde algunos sectores del empresariado local y de la política, por ejemplo, por las subas de importaciones de jeans y caramelos blandos –sí, caramelos blandos–. Ello en base a números publicados recientemente por el siempre polémico y discutible Observatorio de las Importaciones de Santa Fe, en conjunto con la Federación Industrial de la Provincia de Santa Fe (FISFE).
Obviando el hecho de las críticas metodológicas de que sería pasible un estudio como el mencionado, parece ser que se confunden los árboles con el bosque, y que se producen interpretaciones erróneas de los datos que la realidad nos aporta. Esto es así porque para llevar delante de manera seria un estudio como el propuesto debería hacerse un relevamiento no sólo de aquellas industrias que lo solicitan y se sienten afectadas, sino de todas. No por nada el Ministro de Producción nacional Francisco Cabrera expresó que en 2016 las importaciones cayeron un 7% respecto de 2015. La pregunta no debería ser cómo hacemos para que bajen las importaciones. La pregunta debería ser: ¿por qué suben las importaciones?
Ahora bien, ¿nadie se pregunta por qué es más barato comprar un jean en Nueva York que en Argentina? O, mejor dicho, ¿por qué es más caro comprar un jean en Rosario que en Londres? Las respuestas son simples y claras, aunque las soluciones no parezcan darse con frecuencia. El precio final de un jean, siguiendo el caso de análisis, tiene sólo un 20% del mismo representado por el costo de fabricación de la prenda en sí. ¿El resto? Costos financieros, gastos propios del giro comercial, y… adivinaron, ¡impuestos! Impuestos que pueden alcanzar, en promedio, a conformar un 25,5% del precio, según un reciente informe de SID Baires. Mientras tanto, incluso con la aplicación de aranceles a las importaciones de bienes –que pueden llegar hasta el 35%, en algunos productos–, aún así siguen teniendo precios más baratos que las versiones argentinas. ¿No será momento de preguntarse si no se está haciendo algo mal?
Al mismo tiempo, los fabricantes vernáculos de caramelos blandos también vociferan en contra de las importaciones de este tipo de golosinas. Manifiestan que el próximo problema serán los caramelos duros. ¿No les inquieta más tratar de dilucidar por qué es más eficiente producir un caramelo en Brasil que en Argentina? Fabricarlo, transportarlo y llevarlo al kiosco desde Brasil es más barato que hacerlo a unos pocos kilómetros de distancia. Y a nadie parece importarle.
Quizá parte de la problemática sea no tener presente el hecho de que Argentina ha convivido con personajes como Aldo Ferrer y Raúl Prebisch, que popularizaron los absurdos y retrógrados conceptos de “vivir con lo nuestro” y dañinas teorías de los términos de intercambio. Un país donde tuvimos a un forajido como Guillermo Moreno al frente de la Secretaría de Comercio a nivel nacional, dependencia gubernamental que ni siquiera debería existir, “cuidando los precios”. Una Argentina en la que Sergio Massa pidió que se cerraran las importaciones por 120 días. En un contexto así es fácil de comprender que se propaguen ideas desconectadas completamente de la realidad, como las del Observatorio de las Importaciones, aunque ello no excuse las mismas ni las perdone.
Por su lado, el Presidente Mauricio Macri ha criticado duramente en contadas ocasiones a la mafia de los juicios laborales, y también ha señalado el insoportable peso que los impuestos ponen sobre los hombros de todos los argentinos. Enhorabuena que se vayan sindicando parte de los principales problemas de falta de competitividad de la Argentina. Si sumáramos a los sindicatos, y al gigantesco gasto público y las perjudiciales maneras en que éste se solventa, tendríamos en fila todas las variables que atentan contra una Argentina del siglo XXI.
La cuestión es que en la Argentina nadie quiere competir, nadie quiere poner en riesgo su pequeño terruño. Una importante mayoría de empresarios prebendarios –no verdaderos empresarios–, compite por estar cerca del gobernante de turno para beneficiarse a costa de los siempre perjudicados consumidores, clamando porque eliminen a la competencia; a aquellos otros empresarios que producen más, mejor y a menor precio. Porque los monopolios, los oligopolios, el proteccionismo, y la ausencia de competencia beneficia a unos pocos, y termina repercutiendo negativamente, una y otra vez, en los mismos: los consumidores.
Por Garret Edwards
Director de Investigaciones Jurídicas de Fundación Libertad