Cuando se observa la realidad cotidiana y sus frecuentes despropósitos es importante entender que la responsabilidad primaria siempre le cabe a la dirigencia política.
Ellos no pueden hacerse los distraídos y, mucho menos, endilgarle a la sociedad la culpa sobre todo lo que acaece. Si ocupan ciertos cargos es porque han tomado la decisión individual de postularse para alcanzarlos. No importa mucho si han sido electos o solo convocados por quienes consiguieron ese apoyo popular. En cualquier caso no están ahí por casualidad sino como consecuencia de una determinación explícita.
No es diferente el caso de los que aún no han logrado obtener esos puestos solo por no haber cosechado suficiente respaldo. Nadie los está empujando hacia esa meta. Son ellos los que se proponen ese desafío personal.
Sin embargo, no es bueno ignorar que los ciudadanos tienen también una elevada cuota de responsabilidad frente a lo que acontece a diario. Ellos tampoco pueden desentenderse como si todo fuera producto exclusivo de la acción maligna de terceros inescrupulosos.
Lo que sucede no es más que el resultado de una compleja combinación entre las intenciones de los políticos y las actitudes de la sociedad. En algún lugar entre esos dos puntos, se termina ubicando lo que finalmente ocurre.
A veces son los políticos los que imponen sus prioridades y manipulan todo para hacer lo que les conviene. En algunos casos su tarea pasa por concretar sus visiones y conseguir el consenso para que su idea tenga el sustento suficiente. En otras ocasiones, solo usan a la gente para sus fechorías de rutina.
No menos cierto es que la sociedad funciona de un modo bastante similar. A veces empuja a los políticos hacia el sendero adecuado reclamando lo necesario, pero tampoco están ausentes esos momentos en los que se los impulsa a promover planes insensatos, absurdos e imprudentes.
Tal vez el mayor pecado de una comunidad sea el de la omisión, esa instancia en la que la inacción y el silencio se convierten en esa letal herramienta, que con cierta complicidad, le entrega un cheque en blanco a la política para hacer lo que sea, sin medir sus abominables derivaciones.
Si se comprenden los niveles de incumbencia que le caben a la ciudadanía y se logra mensurar el costo de la pasividad, es posible que la gente consiga estructurar los mecanismos precisos para construir instituciones que puedan articular los intereses de todos e incidir con fuerza en la clase política.
El talón de Aquiles de la política sigue siendo su temor a la gente. Cuando la sociedad civil logra coordinar acciones y consigue conformar un grupo sólido de actores relevantes, finalmente establece una agenda consistente y entonces su potencialidad se vuelve temible y su poder trascendente.
Abundan saludables ejemplos de instituciones de la sociedad civil que han logrado una acción compacta de la mano de una vigorosa perseverancia. Esas entidades se transformaron en un verdadero y eficiente muro de contención frente a los abusos tan habituales. Allí donde esas organizaciones florecen, la política tiene menos poder, se encuentra muy acotada y sus movimientos quedan absolutamente condicionados.
Lamentablemente, demasiada gente sigue creyendo en los esfuerzos espasmódicos. Se irritan frente a un hecho puntual, se escandalizan cuando algún disparate emerge, pero su escasa tenacidad termina siendo su mayor enemigo. La política conoce muy bien esa dinámica. Sabe que el enojo caótico dura solo algún tiempo para luego desvanecerse. Los dirigentes solo deben tener la paciencia indispensable y esperar que todo se diluya.
Una ciudadanía activa no es suficiente para garantizar que la política haga lo correcto, pero se convierte en un instrumento vital para evitar que ciertos dislates se reproduzcan. Para ello hace falta que aparezcan liderazgos ciudadanos capaces de coordinar una participación inteligente. Nada es seguro, pero una sociedad civil organizada, desestimula a los mediocres, a los improvisados y a los corruptos, de esos que pululan en la política.
El modo más eficiente de mejorar la política no solo es poblarla de figuras de mayor jerarquía. También resulta importante que la contribución ciudadana sea significativa y para eso es esencial que la gente se encargue de ocupar los espacios indelegables que le tocan en suerte. En el barrio, en el club, en el consorcio, allí donde resulte posible y necesario, debe existir una ciudadanía comprometida capaz de señalar el camino.
Si esto se entiende, será cuestión entonces de pasar a la fase siguiente, la de la organización, la del aprendizaje y la imprescindible gimnasia que solo el ejercicio cotidiano de una ciudadanía responsable otorga. Queda claro que nada es fácil. Algunos creen que su deber es quejarse y que eso es suficiente. Otros suponen que la política siempre reaccionará correctamente frente al enojo circunstancial de la sociedad. Ambos se equivocan.
Tal vez sea tiempo de comprender lo que sucede y abandonar esa patética actitud de victimizarse sistemáticamente, de enfurecerse por poco tiempo, para pasar a la etapa de la acción consistente, esa que no promete resultados, pero que tiene una chance concreta de lograrlos.
Sin dejar de lado la importante responsabilidad que le cabe a la política, tal vez la ciudadanía puede evitar que la inercia presente siga su curso. Para eso será imprescindible no repetir las lamentables experiencias, esas que la historia muestra como esa secuencia conocida de movilizaciones coyunturales, enfados anecdóticos e innumerables decisiones intermitentes.