Por Garret Edwards – Director de Investigaciones Jurídicas en Fundación Libertad – @GarretEdwards
La trama es simple. Se ha repetido, en cabezas de algunos personajes de los cuales uno en general se cruza de calle, de la misma forma desde tiempos inmemoriales en prácticamente todas las actividades del quehacer humano: alguien tiene una idea, encuentra un nicho poco explotado, arma su negocio, empieza a generar ganancia y, ante la inminente competencia y la posibilidad de perder lo generado, clama por regulaciones y obstáculos para impedir que nuevos jugadores se sumen a la mesa. Da la impresión de que resulta necesario que nuevamente diferenciemos a los empresarios de los empresarios prebendarios, de aquellos que viven al calor del poder y que intentan cercenar las posibilidades de que otros les compitan. Para los primeros mis mayores respetos. ¿Para los segundos? El escarnio.
Está ínsito en parte de la naturaleza humana, argumentarían algunos, pretender proteger los privilegios de cada uno e impedir que los demás se beneficien de lo que uno mismo se beneficia. Sin embargo, eso siempre termina repercutiendo en todos, incluido aquel que piensa que se está protegiendo. Porque mercados con menor competencia terminan generando bienes y servicios de menor calidad y a un mayor precio, empobreciendo a empleados y a empleadores. A la larga, el estancamiento generalizado termina produciendo justamente lo que los amigos del privilegio querían mantener. Sin innovación, sin disrupción, sin la posibilidad de que nuevos personajes aporten ideas frescas e impensadas, es imposible que las cosas mejoren, o que siquiera se mantengan en el estado en el que se encuentran.
Es por eso que la situación respecto a los bares y restoranes de Rosario perturba, consterna, pero no sorprende. Muchas veces, mas no siempre -no es bueno generalizar-, los viejos carcamanes suelen ver con malos ojos a los más jóvenes que quieren sumarse a la palestra. En este caso, con un contexto pandémico en el cual muchos negocios, en particular del sector gastronómico, han tenido que bajar sus persianas y cerrar sus puertas porque el contexto les ha obligado, también han aparecido otros deseosos de probar su suerte en el rubro. Y ante ese surgimiento de nuevos contendientes, los que deben defender el cinturón -no todos, sólo algunos- ponen pruritos y se excusan: “¡es momento de subir las barreras, de elevar la vara!”.
Lo que no dicen es que no quieren eso para supuestamente salvar a quienes quieren emprender de un potencial fracaso. No, claro. Lo que no dicen es que, en realidad, su objetivo último es eliminar la competencia antes de que ésta nazca. Porque precios de entrada más altos, más elevados, sólo termina produciendo mercados con menor competencia, con menos participantes, con todos los efectos perniciosos -y muchos otros más- que ya hemos mencionado.
Nadie tiene derecho a decidir por otro si su inversión es mala o buena, si lo que está llevando adelante es un buen o mal negocio. Cada quien tiene derecho a emprender a su propia cuenta y a su propio riesgo. Cada quien tiene derecho a equivocarse, y también a pegarla en grande si la suerte y las buenas decisiones lo acompañan. O sólo la suerte, ¿por qué no? Esa esquiva amante que en ocasiones nos da un guiño.
Lo de los gastronómicos es sólo anecdótico. Una más de tantas que ya hemos visto. A fin de cuentas, es como lo de Uber con los taxis, donde los que ya tienen costos hundidos no quieren que otros ofrezcan mejores cosas a un mejor precio y que eso termine repercutiendo en su clientela cautiva. La competencia nos mejora a todos, nos obliga a dar nuestra mejor cara. Sin la competencia no somos nada. Por eso no hace falta elevar barreras, sino bajarlas.