Los eternos opositores al modelo vigente siguen buscando atajos para salir del caos. Saben que el presente es lamentable y que resulta imperioso evitar la inercia actual, pero su ansiedad suele empujarlos hacia ingenuas confusiones, invirtiendo tiempo en estériles esfuerzos intermedios.
Algunos creen, con esperanza, que la aplicación de las nuevas tecnologías puede transformarlo todo mágicamente. Otros, mucho más cándidos, anhelan la llegada triunfal de ese líder carismático aclamado por las masas que con su encanto natural modificará el rumbo para siempre.
Es paradójico que quienes critican al populismo por fomentar el saqueo redistributivo y promover la holgazanería enfoquen todas sus energías hacia un esquema tan idéntico desde lo estratégico al supuestamente reprobado.
No es que las herramientas modernas no sean útiles para seducir a los ciudadanos de buena voluntad. No deben despreciarse esas eficaces variantes. Tampoco se trata de rechazar a esos dirigentes que logran esa indispensable empatía con la sociedad y que comprenden, aunque sea parcialmente, el daño que el populismo les ha generado a sus comunidades.
Luego de tantos intentos por estas tradicionales vías es necesario comprender la reinante dinámica social y el intenso anclaje que ciertas posturas tienen en la sociedad, esas que no retrocederán tan fácilmente.
Los eventuales fracasos económicos del populismo contemporáneo no han sido suficientes para arrinconar a un sistema de ideas tan arraigado en los ciudadanos. La gente se enfada por algún tiempo y reclama cambios en el sentido inverso, pero solo como parte de una coyuntura accidental, para salir del paso, y no porque hayan modificado su visión definitivamente.
Siempre encontrarán culpables para responsabilizarlos de su eventual traspié. Algunos dirán que fue la corrupción o la ineptitud del demagogo de turno. Tampoco faltarán quienes recurran al infalible argumento del poder de las corporaciones y la siempre posible confabulación del poder económico internacional como causantes de esa renovada frustración.
No se asumirá con convicción esa derrota ideológica si no se interpretan las ocultas raíces de su verdadero descalabro y se las reemplaza por nuevas miradas que expliquen lo que ha sucedido con una congruencia irrefutable.
Por eso, es preciso hurgar en las entrañas de la política, para entender que el sacrificio preciso es superior y probablemente mucho más prolongado que lo que la vida terrenal permite a un individuo en la actualidad.
Es posible que cierta vocación de poder personal nuble la vista y proponga llegar a la cima de un modo veloz. Muchos se entusiasman con esa posibilidad y descartan el meritorio esfuerzo consistente, sustituyéndolo por meros espejismos. Esa dinámica simplista solo alimenta ciertos apetitos personales, pero no resuelve de modo alguno el problema de fondo.
El populismo puede tropezar, pero solo se atrinchera para esperar una nueva oportunidad y obtener otra vez el poder. Las evidencias cuentan que cuando eso sucede, lleva demasiado tiempo retomar el sendero adecuado.
Hace falta mucho más que una suma interminable de pequeños y creativos trucos, innovadores instrumentos y modestos líderes con personalidad para cambiar el curso de los acontecimientos de un modo sustentable.
El ahínco debe ser superlativo, prolongado en el tiempo, y sobre todo coherente a lo largo de su recorrido. Habrá que armarse de paciencia y abandonar la premura si se quiere, en serio, lograr el desenlace esperado.
Se necesita cuanto antes un alegato que tenga solvencia, que resista los embates más elementales. No solo se debe proponer un planteo lógico, sino que se debe apelar a los sentimientos. Lo que se dice y escribe no solo debe responder a la racionalidad, sino que también debe enamorar.
La gente respeta, inclusive desde el disenso, a los que son capaces de alinear discurso y acción. No lo hace solo por un puñado de elementos aislados, sino cuando percibe una coherente y prolongada línea de aciertos.
Nadie dice que deban desecharse los ocasionales caminos cortos ni aprovechar cada tropiezo y torpeza del régimen para avanzar, pero es importante no caer en el infantilismo de ilusionarse con ciertas fantasías. El cambio vendrá de la mano de algo mucho más significativo y trascendente.
En el mientras tanto, es probable que el populismo vaya mutando de matices, y sea reemplazado secuencialmente por versiones más moderadas, con miradas parecidas, pero que conserve su esencia intacta. Mostrar versiones más amigables, no es más que un mecanismo de defensa. Esa dinámica constituye un riesgo mayor porque cuanto más presentable es el personaje que enarbola esas banderas, mas difícil será superar esa etapa.
Sus características básicas seguirán estando presentes de modo muy estable. Corrupción a mansalva, falta de transparencia, concentración del poder, inexistente independencia del poder judicial, economía intervenida y manipulada discrecionalmente, control del aparato electoral, presión a los medios de comunicación e intimidación a los disidentes, serán solo parte de ese catálogo inagotable de inmorales demostraciones de poder.
El populismo no es sinónimo de criminalidad, desmadres económicos y escándalos políticos. Esas son solo algunas de sus consecuencias más evidentes. Sus raíces son mucho más complejas y profundas. Para erradicarlas definitivamente habrá que construir, con paciencia, perseverancia y seriedad, un alegato consistente que enamore.