A la científica chilena Isabel Behncke la conocí precisamente por una charla TED en la que afirma que el juego, lejos de ser algo frívolo, es esencial para adaptarnos a “un mundo cada vez más desafiante”.
“En tiempos en que jugar parece ser lo menos apropiado, puede que sea lo más urgente“, decía en su intervención.
Pero cuando empieza nuestra videollamada para esta entrevista por alguna extraña razón no comienzo por esa urgencia esencial, sino por la que suele ser mi pregunta final: ¿cómo te cito?
Behncke titubea, se ríe y confiesa que no sabe cómo describir su profesión en español. Tal es así que prefiere enumerar sus estudios y dejar que yo ponga la etiqueta académica.
Me dice que estudió biología en Santiago de Chile, zoología en Londres e hizo dos másteres: uno en conservación biológica, también en Londres, y otro en antropología evolutiva, en Cambridge.
Su doctorado fue en primatología, en Oxford, y la llevó a pasar tres años en la selva estudiando a los bonobos, nuestros parientes evolutivos vivos más cercanos junto con los chimpancés.
Quizás, pienso, sea más fácil simplemente decir que se dedica a estudiar las raíces de la naturaleza humana.
De hecho, es por eso mismo que la quiero entrevistar: qué mejor que una pandemia sin precedentes en tiempos modernos para hablar de por qué somos como somos.
En concreto, quiero saber de qué manera nos está afectando el encierro y la incertidumbre como individuos y como especie, por qué extrañamos tanto ir al estadio o a un concierto pero también actividades tan mundanas como almorzar con compañeros de trabajo.
Pero antes, una confesión: me gustaría decir que la entrevista fluyó con la coherencia que verán a continuación.
No fue así. Nuestra conversación estuvo llena de idas y vueltas, como un baile, explicaría ella luego.
Así que decidí organizar las reflexiones de Behncke en cinco grandes temas y, con excepción de unas breves intervenciones mías en cursiva para dar contexto, a partir de ahora quien hablará será ella.
1. Ese “punto azul pálido”
Hace 30 años, una foto de la sonda Voyager 1 de la NASA cambió nuestra perspectiva sobre el planeta. Se la conoce como “un punto azul pálido” porque así es como se ve a la Tierra en la inmensidad del espacio.
Cuando la sonda toma la foto de la Tierra, tenemos esta sensación de que vemos nuestra casa. El virus está haciendo lo mismo. O más bien es lo que espero.
En términos de acción colectiva, de sincronía humana, pocas veces el mundo entero está preocupado por lo mismo. Pasó en mayor o menor grado con las guerras mundiales, aunque entonces existían dos bandos y ahora hay uno solo.
A esto es a lo que me refiero con el “punto azul pálido”: esta idea de que una mariposa bate las alas en Wuhan y alguien muere en Rapa Nui.
El coronavirus, si bien está lleno de paradojas, revela el orden oculto de las cosas. Pero no en sentido místico: revela que somos sistemas complejos y estamos hechos de interrelaciones.
Vivimos en interdependencias sociales, pero también en interdependencias ecológicas. Nuestra salud depende de la salud del ecosistema, de la salud de nuestro grupo social, etcétera.
Muchas de estas interdependencias y relaciones estaban ocultas para la mayoría. ¿Qué me importa que haya un “mercado mojado” en China si yo vivo en Uruguay?
Ser conscientes de todas estas relaciones hace que tengamos una percepción de nosotros como una sola especie que vivimos en un mismo planeta.
Claro que no tengo una bolita de cristal y, al mismo tiempo que digo esto, estoy muy consciente de los procesos de fragmentación social que están ocurriendo. Entonces no sé cómo se va a ir dando todo.
Pero hay algo que si estaba oculto ahora ya no puede dejar de ser más claro.
(El historiador israelí Yuval Noah) Harari escribió este libro muy famoso que se llama “De animales a dioses: una breve historia de la humanidad”. Yo no veo dónde están los dioses.
O sea, me encanta el libro, pero hoy día lo editaría y le pondría “semi dioses”, porque por supuesto que si fuéramos dioses una hebra de ARN no nos tendría de rodillas.
Hay una lección de humildad tremenda.
Pero al mismo tiempo que nos tiene de rodillas, a nosotros por el miedo y a nuestros sistemas económicos que están colapsando, estamos explorando Marte. Esa contradicción es muy humana.
2. Humanos enjaulados
Behncke es sobre todo conocida por sus investigaciones sobre los bonobos, a los cuales estudió entre 2009 y 2011 en la selva tropical de la República Democrática del Congo. De hecho, durante la cuarentena, se ha centrado en escribir un libro sobre esta experiencia.
Me he pasado muchos años siguiendo primates sociales en su hábitat natural, por ejemplo, a los bonobos en el Congo. Pero también he estudiado animales sociales en cautiverio, como los propios bonobos, los chimpancé y loros.
Entonces conozco la diferencia de la sociabilidad de animales sociales inteligentes cuando están enjaulados versus en libertad.
Este es el gran experimento que estamos viendo ahora. Somos animales sociales inteligentes en cautiverio.
Y hay varias cosas que ya se han mostrado.
Primero que nada, dos elementos que son de actividad animal: como mamíferos y como primates nos constituimos en movimiento y al aire libre.
Tener que estar encerrados en pocos metros cuadrados sin movimiento físico ni estar al sol ya es muy, muy difícil.
Pero también está el elemento social: somos primates sociales y estar aislados tiene efectos profundos en nuestra salud física y mental.
Cuando observas animales enjaulados, ya sean cetáceos, caballos, elefantes, loros, primates o grandes predadores, lo que ves son los llamados comportamientos repetitivos, como rascarse hasta lesionarse o dar vueltas en la jaula.
Y quizás te preguntes: ¿cómo identifico lo que es un comportamiento repetitivo provocado por el estrés versus el juego o los movimientos que puedan tener otras causas? En general no varían y no tienen una función.
Entonces, cuando veo cómo empezamos a hacer scroll en redes sociales sin interactuar, simplemente de manera pasiva, repetitiva, lo que estoy observando son humanos en cautiverio. No es muy distinto a los loros enjaulados a los que vi sacarse las plumas.
Hay un sufrimiento muy verdadero, muy profundo de los animales sociales que son privados de estímulos sociales y de movimiento.
Pero hay otro tema que es súper importante sobre nuestra socialidad.
Los chimpancés, los bonobos y los humanos, así como otros mamíferos como los elefantes, tienen sociedades que son altamente complejas que llamamos de fisión fusión.
Piensa en tu comunidad, en las 100 o 200 personas con las que tienes relaciones. Digamos que son aquellos a los que invitarías a tu matrimonio o que irían a tu funeral.
Tú no vives con esas 100 o 200 personas, obviamente. Tú vives sola o con otras dos, tres o cuatro personas.
Pero en la vida normal tienes una socialidad de fisión fusión: te levantas de mañana e interactúas con tu grupo familiar. Luego sales e interactúas con un grupo de trabajo. Tal vez a la hora del almuerzo interactúas con otro subgrupo y en la tarde te juntas con amigos.
Tenemos todos estos pequeños subgrupos que son familiares, amigos, colegas, etcétera.
Lo que nos damos cuenta ahora es que no estamos pudiendo ejercitar esta socialidad de fisión fusión natural para los seres humanos.
Entonces, la gente que está sola están sufriendo por el aislamiento, porque no están teniendo contacto físico ni interacción social.
Y las personas que están encerradas con su grupo familiar o con otras personas también están sufriendo porque hay mayor conflicto en las relaciones.
Esto no es distinto a cuando observaba bonobos en cautiverio, que son muy famosos por ser estos simios muy tolerantes, que no tienen homicidios ni infanticidios, que previenen y resuelven conflictos a través del juego y del sexo. Por algo les dicen los hippies del bosque.
En cautiverio, cuando llegaba comida, por ejemplo, aumentaba el estrés y, al aumentar el estrés, aumentaba el sexo.
Pero en la naturaleza, había mucho menos sexo. Después me di cuenta que era porque la fisión fusión se podía ejercer, entonces simplemente disminuían el conflicto al separarse físicamente en subgrupos.
Como somos humanos creemos que todo se soluciona hablando, pero hay mecanismos más antiguos, más animales, de disipación de conflictos como irte.
Es como cuando almuerzas el domingo con tu familia y te peleas con tus hermanos, pero para cuando los vuelves a ver a la semana siguiente, ya no importa tanto. O el “te veo en la noche, cuando discutes con tu pareja.
El estar enjaulado no nos permite hacer eso y el estrés es muy fuerte.
3. Necesitamos volver a hacer fiestas
El juego es una conducta muy antigua que es universal en los individuos inmaduros de mamíferos y pájaros, es decir, en sus crías.
Nosotros como humanos, junto con otros pocos animales, somos inusuales porque jugamos de por vida. Entonces no son solo los niños, sino también los adultos; a veces de maneras distintas, a veces de las mismas.
Esto es porque el juego es muy importante para la salud física y mental, para la resiliencia y para la creatividad.
Hay muchas formas de juego que son solitarias y que se pueden hacer en pandemia. Así hemos visto que internet se llenó de personas que hacen puzzles o cocinan en sus casas.
Pero el juego es una conducta muy sensible al miedo. Entonces, cuando aumenta el estrés, aumenta la respuesta fisiológica, que a su vez tiende a disminuir y a suprimir el juego.
Hay que hacer lo que sea necesario para mantener el juego en la vida, sobre todo en tiempos donde es difícil hacerlo porque hay miedo e incertidumbre.
Pero hay otro punto. A diferencia de otros animales, los humanos tomamos el juego y desarrollamos rituales sociales como ir a conciertos, incluso ir a misa, a bailar o a bares.
Los rituales colectivos son muy importantes porque sincronizan a los grupos: si yo me muevo contigo, me río contigo, canto contigo, yo formo un lazo contigo, porque en ese momento formamos una entidad más grande que nosotros.
Piensa en lo que pasa en el fútbol, cuando estamos todos cantando en el estadio: “¡Oh oooh oh!”.
Todo esto ha desaparecido por el virus y es un experimento impresionante.
Y no sólo no tenemos los rituales colectivos, sino que además estamos viviendo un trauma colectivo. Por eso creo que vamos a necesitar volver a restaurantes y pubs, al estadio, a recitales y a bailar en fiestas.
4. Diálogos entre cabezas flotantes
Con el virus nos hemos dado cuenta de cuán importante es el tacto.
Y no solamente el tacto en las relaciones románticas o para las personas que tienen niños. El contacto físico es muy importante en nuestras interacciones sociales, en el mundo normal.
Aristóteles pensaba que la visión es el sentido más importante y que el tacto, el menos. Tal vez porque el tacto estaba asociado a algo muy bestial. Lo compartimos con los animales, incluso con las plantas.
Pero nuestra piel es un órgano con muchas conexiones con nuestro cerebro emocional, es un instrumento cognitivo.
Hay experimentos que muestran la cantidad de información y lo buenos que somos en saber lo que significa un contacto en el antebrazo (muestra un apretón) versus otro tipo de contacto (muestra un roce).
Ahora somos todos cabeza flotantes. La falta de contacto físico y de tener un cuerpo en las interacciones es muy distinto. Hay mucha información que no estás sabiendo.
Dicho esto, no todas las formas de comunicarse son iguales. Mientras más multitud de canales sensoriales puedas tener y más instantáneo sea, mejor.
O sea, si tienes que elegir entre correo electrónico versus texto, texto. Si tienes que elegir entre texto versus voz, voz. Si tienes que elegir entre el teléfono con voz versus un Zoom con imagen visual y voz, este último.
Los pasos son todos comunicacionales, pero van aumentando en el ciclo de retroalimentación inmediata.
5. El rugido de la selva
Viendo todo lo que ha pasado y cómo hemos llegado hasta este punto, le pregunto si a todo el mundo le haría bien vivir un tiempo en contacto directo con la naturaleza.
No los mandaría a todos al Congo, porque la experiencia de la selva tropical puede ser muy dura dependiendo de tus estructuras, tu cognición y emociones.
Pero pasar tiempo en terreno, afuera, es muy saludable.
Esto me recuerda que en 2001 yo estaba trabajando al sur de Tanzania y volvía todas las tardes al campamento base donde dormíamos afuera, en carpa, y en las noches se escuchaba el ruido de los leones y las hienas.
Un día estaba ahí, al lado del fuego, y me di cuenta de que estaba en un ambiente que en el fondo es donde evolucionamos y que para los predadores uno es proteína.
Me acuerdo de tocarme el brazo y pensar: “Yo, un humano con un cerebro tan grande que hasta nos llevó a la Luna, estoy hecha de carne, igual que el impala“.
Eso me marcó mucho y lo encontré muy saludable porque te contextualiza.
Creo que a algunos de nosotros nos ha vuelto a pasar con la pandemia: nos recordó que somos parte y no aparte de la naturaleza, y que ser un animal de la misma especie es una fuerza muy democrática, porque el virus nos ataca a todos.