La pregunta es ¿Boudou ha sido procesado porque se ha elevado la vara moral de la sociedad argentina, que ya no tolera este tipo de corrupción? ¿O porque la mala situación económica (autoproducida) es la que nos hace reaccionar contra este tipo de actos? ¿Los argentinos estamos hartos de la corrupción o de la decadente economía que se explica, en parte, por la corrupción? ¿Nos indignaba la corrupción en la fase uno del ciclo populista, donde crecía el gasto sin todavía percibirse tanto la inflación y todo el mundo parecía feliz? ¿Por qué ni Skanska ni Antonini Wilson derivaron en escándalos mayúsculos? ¿Por qué la Justicia sólo parece animársele al poder político cuando éste se encuentra en sus postrimerías?
La situación del Vicepresidente Amado Boudou es todo un símbolo de nuestra pobre corrupción, un estado que voluntariamente aceptamos, casi como un sello de argentinidad. La idea de corrupción está latente desde que el hombre es hombre. Hace más de dos mil trescientos años Aristóteles repetía que cuando los funcionarios del gobierno –ya sea una monarquía, aristocracia o democracia– comenzaban a velar por sus propios intereses, el gobierno se desnaturalizaba y pervertía. Mucho más acá, la escuela del “Public Choice” nos enseñó que los funcionarios son, a fin de cuentas, personas tan propensas como todo el mundo a ocuparse primero por su bienestar. Y sólo algunos, sólo en menor medida, y sólo a posteriori, se ocupan del bienestar del resto. Por lo que esperar que se comporten con abnegación general sería un pecado de ingenuidad.
Pero además de esta situación general, los países como el nuestro tienen un agregado nocivo. Gunnar Myrdal, economista sueco que en 1974 compartió el Premio Nobel con Friedrich A. Hayek, sostenía una paradoja que pinta con precisión nuestro pobre escenario nacional. Myrdal decía que en los países subdesarrollados, el sector privado es estatista porque pide protección y subsidios al Estado. Por su parte, el sector público es privatista porque los motiva el ánimo de lucro individual. La paradoja es que los privados operan en la esfera pública, mientras que los funcionarios públicos operan bajo la lógica del lucro privado.
Los empresarios que pululan por oscuros ministerios intentando eliminar a la competencia por decreto o solicitando cotos de caza de consumidores o contribuyentes; junto a los jóvenes funcionarios políticos que pavonean sus recientes fortunas o los peces gordos que pesan el dinero, son botones que verifican el escenario descripto por Myrdal. El gobierno kirchnerista ha funcionado con una precisa lógica privatista. Ha abrevado en los dineros del Estado como si fuesen propios. La intencionada confusión de los conceptos Estado-Gobierno-Partido los llevó a usar los ingresos públicos como si pertenecieran al Frente Para la Victoria.
El gasto, por lo tanto, se ha vuelto insoportablemente grande porque se han amasado fortunas personales, se han enriquecido personas que hasta ayer eran nadie, y han mordido el queso del Estado millones de personas (que por la ridícula “estabilidad del empleo público” nunca lo soltarán). Amado Boudou, entonces, no es más que el símbolo de una década institucionalmente decadente, de la cual parecemos recién haber tomado conciencia, gracias a los tardíos sacudones de la economía.