La provincia de Buenos Aires insiste, una vez más, con el proyecto de incrementar sus recursos reivindicando el Fondo del Conurbano. Mientras tanto, el resto de las jurisdicciones observa con mucha preocupación un proceso que, entienden, atenta directamente contra sus intereses.
La aritmética es simple. Todos quieren disponer de más fondos para gastar. En ese juego, los gobernadores diseñan creativos argumentos para explicar porque siempre son las víctimas y reciben menos de lo que les corresponde.
Los recientes resultados de los comicios de medio tiempo aceleraron la embestida. El mayor distrito electoral del país pretende, nuevamente, hacer valer su peso específico para llevar suficiente agua para su molino.
Del otro lado del mostrador, la inmensa mayoría de las provincias sienten que, las circunstancias políticas, pueden inclinar la balanza y ello podría ocurrir a expensas de lo que describen como sus derechos adquiridos.
Este debate se da en un momento muy especial en el que el gobierno nacional aspira a capitalizar el impulso que le brindó la elección de octubre. Entusiasmados por ese triunfo, plantearán una reforma impositiva de la que se viene hablando mucho pero de la que se tienen muy pocas precisiones.
Se esgrimen múltiples razones para validar que un distrito cualquiera merezca disponer de mayor cantidad de dinero que el resto. Algunos dirán que fueron postergados mientras otros apelarán a explicaciones históricas.
Es difícil saber de qué lado está, definitivamente, la verdad. Lo más grave es que probablemente todos tengan un poco de razón y allí radica la raíz del dilema. Cualquiera sea el desenlace de estos planteos, unos quedarán satisfechos y otros sentirán que fueron dejados de lado discrecionalmente.
En realidad la tragedia vive dentro del mismo sistema tributario argentino. Las provincias y los municipios no gastan lo que recaudan, sino que reciben remesas de acuerdo a una opinable matriz que cualquiera puede cuestionar.
El esquema vigente es absolutamente confuso, terriblemente tramposo pero esencialmente perverso. Se fundamenta en un pretendido criterio de equidad del que todos desconfían y que nadie avala en su totalidad.
La coparticipación nació, como todo proyecto gubernamental, bajo loables premisas y un objetivo que sonaba atractivo, pero que condenó al país a una ridícula puja de intereses contrapuestos. Bajo este paradigma para que una jurisdicción gane otra tiene, necesariamente, que perder.
Así las cosas, todas las provincias tironean para sacar el máximo provecho. La excesiva crueldad de esta dinámica empujo a otra mucho mas ruin que invita a generar lazos políticos artificiales con el gobierno de turno para recibir como recompensa, partidas adicionales de forma arbitraria.
Esos recursos siempre llegan de la mano de grandilocuentes discursos que intentan justificar esa acción fuera de agenda. Se camuflan detrás de obras aparentemente imprescindibles que se otorgan con escasa transparencia.
Lamentablemente, está todo dado para que alguien se lleve la tajada mayor. Los méritos quedarán a la vera del camino y primará, como tantas otras veces, la imbatible política por sobre la vapuleada ética.
El desafío no debería quedar solo en lo superficial, sino que debería intentar llegar al hueso. Para eso es imprescindible comprender primero la naturaleza del problema, para luego bosquejar posibles soluciones.
El sistema impositivo argentino es eminentemente centralista. Apunta a recaudar casi todo y repartir luego lo conseguido. Esa impronta es altamente distorsiva e invita a recorrer senderos sinuosos repletos de sospechas.
El espíritu de la Constitución Nacional de 1853 era exactamente el inverso y evitaba este tipo de disputas que divide y no suma. Las sabias consignas de aquella época planteaban que cada provincia debía hacerse de sus recursos y era la Nación la que debía recibir remesas para sostener su existencia.
La reforma impositiva que el país precisa no puede ser un mero juego de suma cero, donde las eternas concesiones y las oscuras negociaciones funcionen solo para mantener un confortable status quo infinito.
Se precisan cambios en serio, con mayúsculas, verdaderamente profundos, bien pensados y mejor instrumentados. Esta enorme parodia es solo un parche que no resuelve nada importante y promueve discusiones estériles.
Muchos de los que se llenan la boca hablando de federalismo solo aplauden medidas unitarias que concentran el poder de las decisiones políticas en pocas manos, allí en los grandes centros urbanos donde los votos mandan.
Para ser federal hay que entender lo que eso significa. La defensa de ese valor supremo supone tener el coraje de trabajar muy duro y lograrlo todo gracias a los méritos propios. Recibir subvenciones de otras jurisdicciones, o depender de las dádivas políticas del gobernante no es parte de esa grilla.
No existen dudas que Argentina es un país que disfruta de su exacerbado presidencialismo. Por eso todos le exigen al Poder Ejecutivo múltiples soluciones. En la reforma tributaria es el Congreso el que tiene la palabra.
Todo este desmadre es producto del endiosamiento de un sistema de coparticipación engendrado por una generación de políticos que quiso reunir recursos para poder repartirlo “a piacere” sin cuestionamiento alguno.
Para instaurar este sistema y perpetuarlo, al punto de convertirlo en mandato constitucional, trabajaron muchos dirigentes que hoy se lavan las manos, pero que fueron funcionales a este dislate y partícipes necesarios de la construcción de esta madeja que ahora no saben como desatar.
Alberto Medina Méndez
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