Por Ernesto Edwards
Filósofo y periodista
@FILOROCKER
Se sabe que el rock es una cuestión de actitud de contracultura y rebeldía, de denuncia social, de confrontación con el establishment. Este concepto es teóricamente inalterable. No cambia. Si esto se modificara, dejaría de ser rock. Sería otra cosa. Daría lo mismo, entonces, ser un seguidor de Roger Waters que de Maluma. Pero es bien diferente. El rock postula y encarna valores, principios y una filosofía que se distorsiona y se pervierte, históricamente -y siempre-, al compás del dinero que se incrementa proporcionalmente con el aumento de la popularidad de cada fenómeno comercial. Sólo muy pocos se mantienen al margen, en ese “caminito al costado del mundo” que tanto cuesta sostener.
Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota fue un producto musical rockero que se fue elaborando y perfeccionando con el correr del tiempo, de los discos y de las presentaciones. Se iniciaron, desde la ciudad de La Plata, en pubs y barcitos, se corrieron a clubes, se iniciaron con estadios, y al compás de canciones que serán eternas (con crípticas letras que invitaban a identificarse con cierto ideario y a idolatrar a su cantante, siempre en pose de consagrado frontman) en 2001 se separaron escandalosamente, cuando Carlos Solari junto al guitarrista Skay Beilinson se mostraban mutuamente las garras por derechos, regalías y mucho dinero más. No hubo razones de índole creativa o artística.
No. Fue así que, ya bastante veteranos, cada uno inició su carrera solista. Y pareció ser el Indio Solari el que monopolizó las bandas (como llamaban los Redondos a sus seguidores) cada vez crecientes en número, que casi como en peregrinación recorrían todo el país con tal de presenciar sus cada vez más escasas presentaciones, lo que al mismo tiempo incrementaba exponencialmente el número de asistentes, facilitando que cada vez con menor esfuerzo y gastos de producción, con irresponsabilidad e improvisación, y menos jornadas de trabajo para el propio Solari, cada vez acumulara recaudaciones millonarias. Pero siempre ofreciendo precariedad, inseguridad, incomodidad, y sonido e iluminación impresentables. Y todo, para rendir pleitesía a un casi septuagenario cada vez más soberbio y ególatra, que iría agregando, buscando empatía, el relato propio de una enfermedad de la que muchos comenzaron a dudar.
Artísticamente, su etapa solista comenzó a hacer agua. Letras y músicas del montón, con poco vuelo, casi como si fueran frases sueltas compiladas sin ton ni son, y grabadas por un tipo que ya cantaba con desgano. Pero se sabe que muchas veces los artistas en franca decadencia existencial han resultado igualmente atractivos. Eso fue pasando con estos últimos 16 años de Solari. Un puñado de pretenciosos discos que no son para ninguna antología. Y sin embargo…
Sus poses y gestos elitistas, con declaraciones del estilo “Conozco más New York que Buenos Aires” sin embargo no provocaban rechazo. Parecían sólo un sesgo más de un personaje pintoresco al que se le tolera todo.
Carlos Indio Solari, queda claro, es aquel que necesita ser idolatrado, adorado como a un dios. Como ese shamán que siempre quiso ser, mirando altivo tras sus anteojos negros, pretendiendo curar con su esperada palabra a sus cientos de miles de seguidores. Todo un delirio megalómano. Y un disparate haberlo entronizado de tal modo, soslayando que ya no es el que alguna vez pareció ser. Pero indudablemente supo consolidar un auditorio cautivo. Las pruebas están a la vista.
A todo ello se debe agregar que este personaje, quien como solista grabó “Pedía siempre temas en la radio” y deslizaba lo que parecía ser una cruel burla sobre Néstor Kirchner, no dudó cuando evaluó su conveniencia, adherirse fervorosamente al kirchnerismo, con rimbombantes declaraciones incluidas. Y provocando que los seguidores de esta línea política se fanatizaran con su figura. Recordemos, por ejemplo, al propio exjefe de Gabinete Aníbal Fernández apologizándolo, o el hecho de haber sido cortina principal del olvidable envío televisivo que fuera “678”.
En este punto, pensemos en algunas características que bien podrían atribuirse a Solari, expuestas a continuación. El ego llevado al extremo. No hacerse nunca cargo (pensemos en el joven Wálter Bulacio y su trágica muerte en un recital ricotero, y en tantos graves incidentes más). Solari durante años se negó a abordar el tema.
No dar entrevistas nunca. Salvo a algún amigo que se desvivirá por hacerlo quedar bien. O no es amigo, pero le cobra. La conferencia de prensa en Olavarría cuando se ofendieron por la prohibición del intendente de entonces, en 1997, sólo cuenta como excepción. O con el desastre y la tragedia de Olavarría, 20 años después, dejando el tendal y diciendo “yo no fui”. O culpando a los demás, medios incluidos. O ponerse paranoico (recordemos que la paranoia tiene su origen en la culpa). Venderse. Venderse al sistema. Al que le haga ganar más y trabajar menos.
Y otra vez, las sospechas sobre su enfermedad. Que algunos creen que es un embuste más. Un nuevo engaño de alguien con una innegable especial habilidad para el desarrollo de su propio marketing. El marketing del misterio, que muchas veces es altamente redituable.
Acumular. Mucho. Como un viejo codicioso y avaro. Todo lo que se pueda. Como sea. Exhibirse como progre y con sensibilidad social, pero usar Apple watch, iPhone, beber del mejor escocés y vivir en un pisito en Manhattan.
Y claro: es más barato no controlar que controlar. Cuesta menos un predio vacío, estructuralmente inservible y peligroso, que alquilarse un autódromo, un hipódromo, un estadio. Con el consecuente e inevitable riesgo para sus seguidores. Y las muertes. Terribles. Pero anunciadas si de Carlos Indio Solari y sus recitales se trataba.
Las analogías y comparaciones son inevitables. La tragedia de Cromagnón está muy cerca. Y el Indio Solari no es muy diferente a los Callejeros, al dueño del boliche o a Aníbal Ibarra. El cholulo intendente de Olavarría pagará cara su inexperiencia e irresponsabilidad. Aunque nunca se sabe. En Rosario se vino abajo un edificio y se murió una nena en los jueguitos del parque Independencia, todo en una sola semana, y acá no pasó nada.
“El pogo más grande del mundo”. “Misa pagana”. Inmerecidas grandilocuencias para un fenómeno sobredimensionado por seguidores que no consiguen distinguir con claridad la diferencia entre un modelo y un ídolo. Solari es solo un ídolo con pies de barro.
Y vuelvo a mencionar ciertas características que sobresalen del Indio: El ego llevado al extremo. No hacerse nunca cargo. No dar entrevistas nunca. Salvo a algún amigo que se desvivirá por hacerlo quedar bien. O no es amigo, pero le cobra. Dejando el tendal y diciendo “yo no fui”. O culpando a los demás, medios incluidos. O ponerse paranoico (recordemos que la paranoia tiene su origen en la culpa). Acumular. Mucho. Como un viejo codicioso y avaro. Todo lo que se pueda. Como sea. Exhibirse como progre y con sensibilidad social, pero usar de los productos más caros del capitalismo. Pero si parece que en vez de Solari estuviera hablando de la viuda de Kirchner.
“Alien Duce dice desde la TV que no quiere estar en la TV” cantaba el Indio en su época de líder ricotero. Pero si parecía referirse a él mismo…
Impostores. Grandes simuladores. Eso es tanto Carlos Solari como Cristina Fernández.