La política del doble discurso

Por Ernesto Edwards (*)

 

Las coyunturas políticas nacional e internacional siempre dan temas para analizar e interpretar a la luz de ciertas categorías que facilitan su comprensión. Aunque a veces corresponda adjudicarles el significado correcto. Aquel que se ha ido distorsionando, y perdiendo, con el paso del tiempo. Es decir, que debemos recordar su sentido original.Cuando escuchamos hablar de un “doble discurso” en general lo traducimos en una misma y única dirección.

Algo que desde hace años no tiene buena prensa. Afirmar que alguien utiliza el doble discurso en sus expresiones, especialmente en el ámbito político, es aludir a quien no exhibe una coherencia entre el decir y el hacer. Se trata de aquel que promete y luego, cuando tiene la oportunidad de concretarlo, no cumple. Y que se aprecia con más nitidez cuando el candidato está en plena campaña electoral, y no escatima en promesas. Total, que después reclamen, que siempre hay tiempo. Aunque ya sea tarde para sus electores. Está claro, además, que mentir, que engañar, sucede en todo el mundo. Aunque en la Argentina sea moneda corriente y casi un deporte nacional.

Sin embargo, en sus orígenes, el doble discurso (“dissoi logoi”) fue una técnica casi imprescindible a la hora de ir formándose en la actividad política. Cuando con Pericles (siglo V A. C.) el juego se abre para todos los ciudadanos, éstos se encontraban desprovistos de la formación necesaria para una campaña electoral que permitiera que fuesen finalmente elegidos. Retórica, gramática, oratoria, formaban parte de estas técnicas imprescindibles. Con ellas, el doble discurso era otra técnica característica de la que se carecía. Los clásicos sofistas del siglo de oro, en la antigua Grecia, la enseñaban. Eran los primeros profesores particulares, que se presentaban a ellos mismos como “maestros de virtud”. Saber ejercitar el doble discurso consistía en hacerse expertos en el arte de la confusión, que era su finalidad principal. Y que obviamente se vinculaba con el relativismo filosófico en cuanto al conocimiento. Quizás fue Protágoras quien afirmó que sobre cualquier tema existen dos discursos mutuamente opuestos y contrarios, y que deben poder sostenerse y argumentarse con igual facilidad y convicción. Se dice que insistía con que se podía elogiar y reprochar a una misma persona y sobre idéntica cuestión sin que mediara demasiado tiempo entre ambas acciones. Logrado este conocimiento, ya se estaba en condiciones de ejercer la actividad política.

De lo expuesto se deduce que, inevitablemente, la primera víctima será siempre la verdad, independientemente del posicionamiento gnoseológico y epistemológico que elijamos respecto de ella. Algo que para los políticos, en general, no parece ser un problema serio. Por otra parte, la clave parece consistir en la capacidad de elaborar un discurso lo suficientemente atractivo como para seducir y convencer. Quizás también podría encontrarse un aspecto moralmente justificable en todo este decurso que va oscureciendo las intenciones, que sería poder desarrollar un despliegue dialéctico de tal magnitud que pueda imponerse por sobre cualquier monólogo, sobre todo cuando se convierte en el imperio del totalitarismo solipsista.

Los resultados entre un sentido y otro parecen no diferir. Sin embargo, la cuestión pasa por el lado de que en un caso se trata de una cuestión técnica de experimentación instrumental, y en otro es una demostración explícita de violación de ética política.

En la Argentina reciente venimos de una docena de años, en cuanto a praxis política, entre muchos errores y algunos aciertos, que se caracterizó por la confrontación y la búsqueda de diferenciar entre amigos y enemigos, dividiéndolos con una grieta de por medio, y despreciando a la opinión pública, sin dar jamás explicaciones ni aceptar equivocaciones. Ahora, en el actual período presidencial, se recuperaron las conferencias de prensa, y los errores, cuando se descubren y reconocen, se busca rectificarlos. Lo preocupante, tal vez, sean tantas idas y vueltas en cuestiones de fondo. Y la incertidumbre y desconcierto que conllevan y provocan. En un año electoral legislativo, es un buen momento para ajustar o rectificar el rumbo político y pensar más las decisiones antes de tomarlas, toda vez que el oficialismo buscará, legítimamente, no ser una administración presidencial de un solo mandato. Es decisión de ellos. Para lo cual, entre otras cuestiones, siempre debería evitarse el doble discurso de sus funcionarios. Porque deben ser eso. Y no sofistas.

(*) Filósofo – Periodista / @FILOROCKER

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