Cuando saco el móvil del bolsillo y empiezo a sacar fotos, me siento como un detective privado o incluso un agente secreto. Acabo de entrar en Amazon Books, la tienda insignia del gigante web ubicada en Seattle (EEUU), pero lo último a lo que he venido es a comprar. En realidad estoy en una misión de reconocimiento.
Al igual que muchos autores, tengo una relación de amor-odio con Amazon. El amor es transaccional. Amazon vende alrededor de la tercera parte de todos los libros impresos adquiridos en Estados Unidos, y alrededor de dos tercios de todos los libros electrónicos. El odio nace de la desconfianza. El tamaño de la empresa le da un poder inmenso, y a veces se ha comportado como un depredador. Ha intentado dictar los términos de la venta de libros mientras despreciaba las tradiciones de la publicación. No estoy del todo seguro de si Amazon quiere ser mi benefactor o mi sepulturero.
Así que aquí estoy, tras las líneas amienemigas, sacando fotos de las estanterías.
Puede que Bezos ame los libros, pero lo que ama aún más es la idea de la victoria total, sin supervivientes entre los vencidos.
Tras sacar media docena de instantáneas, guardo el móvil y me acerco a uno de los cuatro dependientes de la tienda, un joven muy dispuesto, con una conducta ligeramente inquieta. Sonríe cuando pregunto por qué el leviatán de la venta minorista virtual se molestaría en abrir una tienda en el mundo real. El joven contesta: “Hemos acumulado 20 años de datos sobre la venta de libros. Y a Jeff Bezos realmente le encantan los libros”. Presiento que no es la primera vez que dice esta frase. Pregunto sobre el diseño de la tienda, y me explica que está basado en el modelo de la página web de Amazon. Todos los libros están colocados con la portada hacia delante, un reflejo visual de las imágenes en miniatura que abarrotan la web. Debajo de cada libro hay una pequeña placa que muestra la calificación de estrellas de Amazon (la tienda solo vende los que lograron al menos cuatro estrellas) y cada placa también incluye un breve extracto de una opinión de cliente. Una de las exposiciones de la tienda anuncia: “Si te gusta esto, te encantará esto”, una adaptación del motor de recomendaciones de Amazon, mientras otra promociona libros nuevos que han logrado muchos pedidos adelantados en la tienda en línea.
Voy hacia el centro de la tienda, entre las secciones de ficción y no ficción, y encuentro una serie de mesas bajas que, al estilo de las tiendas Apple, tienen varios dispositivos que Amazon vende bajo su propia marca. Está el libro electrónico Kindle Paperwhite, la tablet Fire HD y el asistente virtual activado por voz Echo, junto con una selección de cascos, altavoces inalámbricos y otros accesorios. Al principio de la fila de hardware, orientada hacia la entrada de la tienda, hay un gran televisor en el que se ve Fire TV, el decodificador de streaming de Amazon. Un niño pequeño está sentado en un banco delante de la pantalla, absorto en el videojuego Crossy Road.
¿Qué pretende lograr Amazon con Amazon Books? Esta pregunta sigue generando dudas desde la inauguración de la tienda en noviembre de 2015. Las especulaciones acerca de los motivos de la empresa se intensificaron durante 2016 cuando abrió dos librerías más, en San Diego y Portland, Oregón, y anunció planes para más en Chicago y las afueras de Boston (todas en EEUU). Puesto que Amazon casi no ha comentado nada sobre su estrategia (ignoró mi petición de comentarios), los analistas de Wall Street (EEUU) y los redactores tecnológicos han llenado el vacío con conjeturas. Las tiendas buscan vender dispositivos, según una idea popular, y los libros sólo buscan atraer a los consumidores. Las tiendas son máquinas de recopilación de datos, según otra, al habilitar a Amazon para extender su rastreo de los clientes al mundo físico. O tal vez el plan secreto de la empresa consista en emplear las tiendas para promocionar su servicio de computación en la nube, Amazon Web Services, a otros minoristas.
Las teorías son intrigantes, y podrían ser en parte ciertas. Pero el motivo real de las tiendas probablemente sea mucho más sencillo: Amazon quiere vender más libros.
Hace no mucho, la sabiduría popular sostenía que Amazon reinventaría el negocio de los libros. Su tienda web acabaría con las librerías, y su Kindle haría que los libros físicos se volvieran obsoletos. En una entrevista en 2009, 18 meses después del lanzamiento del Kindle, Jeff Bezos sugirió que “el gran recorrido de 500 años” del libro impreso estaba llegando a su fin. “Ha llegado la hora de cambiar”, declaró. Pero los lectores tenían otra idea. Tras un auge inicial, las ventas de libros electrónicos se estancaron y después empezaron a decaer. Sólo en el mercado convencional de comercio de libros, los ingresos de libros electrónicos se redujeron en un 11% tan sólo en 2015, según la Asociación de Editoriales Estadounidenses. Mientras tanto, las ventas de libros impresos, lejos de desplomarse, se mantuvieron. Las librerías han estado experimentando un resurgimiento también, lideradas por pequeñas tiendas independientes. Según la Oficina del Censo de Estados Unidos, las ventas de las librerías crecieron en un 2,5% en 2015, el primer aumento desde 2007. Y el ritmo de crecimiento aumentó hasta un 6,1% durante la primera mitad de 2016. El número de librerías recién inauguradas también ha crecido.
“Vender al pormenor exclusivamente por internet no es sostenible”.
Bezos subestimó el atractivo de los ladrillos y el papel. Con su cadena de librerías, parece reconocer que si Amazon quiere aumentar su cuota del mercado de libros, tendrá que invertir también en ladrillos además de bits. Más allá de su razonamiento empresarial, resulta difícil no percibir cierta naturaleza vengativa en esta acción. Su plan de suplantar los libros y las librerías con alternativas digitales se quedó corto, y ahora se está vengando al atacar a las librerías tradicionales en su propio terreno. A diferencia de las librerías independientes, o incluso la maltrecha cadena de librerías Barnes & Nobles, Amazon tiene la escala y el efectivo requeridos para librar una guerra de desgaste. Puede soportar pérdidas en sus tiendas durante mucho tiempo. Puede que Bezos ame los libros, pero lo que ama aún más es la idea de una victoria total, sin supervivientes entre los vencidos.
Los límites de la venta minorista en línea
Puede que Amazon Books sólo represente la vanguardia de un impulso mucho más amplio hacia la venta minorista en tiendas físicas. En octubre, el The Wall Street Journal reveló que Amazon tiene planes de abrir una cadena de tiendas de alimentación, junto con puntos de recogida desde el coche para productos encargados en línea. También ha empezado a lanzar pequeñas tiendas pop-up (tiendas efímeras) para vender sus dispositivos electrónicos. Ya tiene más de dos docenas de este tipo de establecimientos de quita y pon en centros comerciales por todo Estados Unidos, y se rumorea que hay docenas más en fase de planificación.
Incluso después de 20 años de rápido crecimiento, el comercio electrónico todavía representa menos del 10% del total de las ventas minoristas. Y el auge de la computación móvil impone nuevos límites al comercio electrónico. No pueden presentar ni promocionar tantos productos como sus bienes se presentaban en las pantallas de ordenadores de sobremesa y portátiles. Eso limita las oportunidades de venta cruzada y de aumento de ventas y atenúa otras tácticas de comercialización.
Al mismo tiempo, el smartphone, con sus apps, plataformas de mensajería y conectividad constante, proporciona a los minoristas más vías para comunicarse con los consumidores e influirles, incluso cuando frecuentan tiendas físicas. Por eso la gran tendencia en la venta minorista es estrategia “omnicanal”, que combina tiendas físicas, tiendas virtuales y apps móviles para sacar el mayor provecho de la comodidad de los smartphones y evitar sus limitaciones. Algunos pioneros del omnicanal, como Sephora y Nordstrom, provienen del mundo físico. Pero otros, como Warby Parker y Bonobos, provienen del mundo web. Ahora, con sus tiendas físicas, Amazon está siguiendo su ejemplo. “Vender al pormenor exclusivamente por internet no es sostenible”, me contó el profesor de marketing de la Universidad de Nueva York (EEUU) Scott Galloway. En su opinión, los elevados descuentos y los altos costes de entrega asociados al comercio electrónico han limitado los beneficios de Amazon. El experto afirma que si quisiera seguir siendo un minorista que solo opera en internet su éxito futuro peligraría. Cree que la empresa acabará abriendo “cientos y luego miles de tiendas”.
Más allá de su experiencia en ventas web, Amazon aporta unas fortalezas exclusivas a la estrategia omnicanal. Su vasta y eficiente red de almacenes y centros de distribución pueden servir a los puntos de venta y procesar devoluciones. Gracias a la generosidad y la paciencia de sus inversores, tiene una reserva de capital barato en la que apoyarse para financiar la construcción. Y dispone una marca ampliamente admirada. De lo que carece Amazon es de experiencia en lo personal de la venta minorista tradicional. La experiencia de la empresa en software y procesamiento de datos es incuestionable. Sus habilidades interpersonales son otro tema.
Precios variables
El exterior de la tienda de Seattle está revestido de ladrillo, con molduras de metal negro en las ventanas. El suelo es de una hermosa tarima flotante de color té. Las estanterías y mesas están hechas de gruesa tablas de madera. Incluso el gran televisor está enmarcado en madera. La iluminación es muy clara y brillante, y la rotulación es vigorizante. Ni acogedor ni de última tendencia, ni retro ni moderno, el espacio es agradable sin ser distintivo. Encaja con el entorno de centro comercial.
Mientras la recorro, escucho a otro dependiente contarle a un cliente que Amazon Books está diseñado para “facilitar las ojeadas”. Pero a mi no me da esa sensación. Las estrechas filas y las estanterías a nivel de cabeza, con todas esas portadas dispuestas hacia fuera, producen una leve sensación de claustrofobia que desalienta las compras relajadas. Y la selección relativamente pequeña de libros de alta calificación, todos dispuestos en filas uniformes, envía un mensaje de bienes fungibles. Cada elección parece igualmente segura, una “buena lectura” sancionada por los datos. (La restricción de cuatro estrellas tiende a filtrar lo controvertido y lo experimental). A pesar de unas pocas orejeras y un largo banco en una pared, la tienda tiene un aire de compra rápida no muy distinto al de una librería de aeropuerto.
La característica más distintiva de Amazon Books no reside en su diseño o comercialización ni incluso en su tecnología (su parte tecnología parece estar a la altura de lo que uno se encontraría en un Starbucks) sino en su enfoque para fijar tarifas. Los libros no llevan etiqueta de precio, y lo que pagan los clientes depende de si están registrados en el programa de fidelización de la empresa, Amazon Prime. Los que carecen de una cuenta Prime pagan el precio de lista. Los clientes Prime pagan el precio con descuento de la tienda virtual. Para averiguar sobre la marcha el precio de un libro, hay que llevarlo hasta una de varias estaciones de escaneo de código de barra que están repartidas por la tienda. Al escanear el código de barras, el precio aparece en pantalla. (Como alternativa, se puede escanear la placa del libro de la estantería a través de una app móvil de Amazon; eso muestra la portada del libro, con su precio actual, en la página de Amazon). El proceso es complejo, pero señala lo que probablemente será otro de los objetivos de la tienda: promocionar el programa Prime, que es central a la estrategia de Amazon de fidelizar a sus clientes.
Después de pasar casi una hora en modo de operaciones encubiertas sacando fotos y haciendo apuntes, me parece que los dependientes me miran con desconfianza. Como no quiero delatarme, decido que debería comprar algo e irme. Elijo una copia de Slouching Towards Bethehem de Joan Didion (de 4,3 estrellas) y lo llevo hasta una pequeña zona de pago cerca de la sección de libros de cocina. Un cartel colocado delante de las cajas me informa de que tengo la opción de pagar con el móvil, pero eso requeriría abrir una app, escanear otro código más y después entregarle el móvil al cajero. Parece más fácil pasar la tarjeta de crédito. Ya que no soy cliente Prime, pago el precio de lista: 14 euros más IVA.
Fuera, ha empezado a llover. Pido un Uber y me acomodo en el asiento de atrás mientras el conductor sigue la ruta que muestra su smartphone y pasamos por encima del Puente Montlake y a través de la ciudad hasta el hotel donde me hospedo. No me apetece subir a mi habitación, así que voy al bar, pido un vodka y reviso mi correo electrónico. Por encima de la barra hay tres televisores, cada una con un partido diferente. Me siento decepcionado. Me había convencido de que iba a ser testigo de algo fresco e inesperado en Amazon Books. Lo que encontré fue un anexo a una página web, una tienda que, a pesar de los ladrillos y papel, retiene el carácter frío e impersonal de lo virtual.