Los políticos más experimentados ya lo saben, pero evidentemente los más ingenuos, esos que se ufanan de venir desde afuera del sistema, no han logrado comprender la relevancia de administrar con criterio el complejo mundo de las expectativas cívicas.
En las entrañas de la naturaleza humana vive una tendencia inercial que invita a idealizar, a construir ciertas imágenes en la mente, que convierten a ciertos personajes de la política en seres que jamás fueron, ni serán.
Se trata de una inclinación casi instintiva que mezcla lo que se desea con la realidad. Los defectos se disimulan y las virtudes se multiplican, lo que engendra un enorme riesgo, no por esa transición que inevitablemente concluye, sino por la inexorable aparición de la frustración que asoma.
En el pasado se han vivido situaciones nefastas, indignas e indeseables. En ese instante no fueron percibidas con suficiente claridad, pero hoy, con más serenidad y mayor cantidad de información, se entiende que todo lo ocurrido fue una gigantesca farsa con fatídicas consecuencias.
Esa funesta etapa quedó atrás, al menos por ahora. Pero tampoco lo sucedido antes transforma automáticamente al presente en algo maravilloso. De aquí en adelante no todo funcionará extraordinariamente bien solo porque las ansiedades de la mayoría así lo disponen.
Las comparaciones sirven solo para identificar puntos de referencia y saber si se ha avanzado o, eventualmente, se ha retrocedido, pero de ningún modo eso se traduce en que todos los objetivos se lograrán mágicamente.
Las victorias se consiguen gracias a una secuencia de decisiones acertadas y no solamente con algunas aisladas batallas ganadas. Es allí donde el manejo inteligente de las posibilidades concretas de alcanzar ciertas anheladas metas pasa a ocupar el centro de la escena.
Mensurar adecuadamente la situación original, tener un diagnóstico afinado de la realidad, establecer ciertos objetivos con la mayor claridad posible y entender las etapas que se irán sucediendo en ese recorrido, es vital para no cometer errores groseros y caer en infantilismos inconducentes.
El ritmo lo deben proponer siempre los líderes pero existe un tiempo óptimo para definirlo. Si bien nunca es suficientemente tarde para hacer lo correcto, no menos cierto es que en el inicio de una gestión se debe aprovechar al máximo para poner los puntos sobre las íes dándole un sentido a lo que se va a encarar, precisando parámetros transparentes.
Eso no garantiza que la sociedad acepte esas formulaciones mansamente. Siempre la gente aspirará a más. Eso es muy razonable y hasta saludable. Después de todo, los ciudadanos también ponen la agenda sobre la mesa y exigen de acuerdo a sus percepciones y necesidades.
Es innegable que la política es la que tiene todas las herramientas disponibles para poner “blanco sobre negro” y exteriorizar un plan ambicioso pero posible, que prevea la consecución de determinados logros concretos, que puedan ser discernidos por todos sin tantas subjetividades.
Cuando los dirigentes abusan de su excesivo “buenismo” con tanta candidez y suponen que pueden ignorar procesos tan elementales como estos comenten una equivocación que tiene esperables consecuencias políticas.
La comparación con el pasado es solo una herramienta que tiene fecha de vencimiento. En algún momento la sociedad consigue procesar las barbaridades de esa era y las comprende en su justa dimensión, pero también consigue separar los hechos y repartir incumbencias con criterio.
Indudablemente los que estuvieron antes son los culpables de todas las desgracias heredadas, pero los que están ahora son los responsables de que, cada una de esas cuestiones puedan ser definitivamente superadas.
Es allí cuando los que gobiernan el presente tienen que poner su máximo empeño para establecer con total claridad las expectativas brindando una importante cuota de racionalidad a su discurso cotidiano.
No se debe prometer lo imposible. No es inteligente hacerlo desde lo estratégico, pero tampoco es honesto plantearlo de ese modo y eso la sociedad, más tarde o más temprano, lo advierte en toda su magnitud.
Es factible que durante la primera fase del idilio todo suene como una melodía seductora, pero a poco de andar, la realidad hará su parte, y si no se hacen los deberes, la sociedad pasará factura con absoluta crueldad.
Algunos dirán que es un poco tarde para replantear escenarios tan trascendentes. Vale la pena recordar que no existe peor error que el de insistir neciamente en transitar caminos inadecuados solo porque no se ha hecho lo necesario oportunamente.
Es imperioso establecer un nuevo contrato psicológico con la sociedad que tenga como base de sustentación colocar las esperanzas ciudadanas dentro de un marco de prudencia, seriedad y honestidad intelectual.
Es tiempo de trabajar con un horizonte claro, con directrices más específicas, blanqueando los costos que se deberán aceptar al circular por esos senderos y explicando detalladamente porque es indispensable hacerlo ahora, advirtiendo además sobre las secuelas que se derivan de no hacerlo.
Aparecerán entonces las predecibles resistencias y surgirán muchas críticas, pero si no se asume con hidalguía esa metodología, invariablemente los ciudadanos se encontrarán nuevamente con el fantasma de la desilusión.