Por Alejandro Bongiovanni – Abogado (UNR), Magíster en Derecho y Economía (UTDT) y en Economía y Ciencia Política (Eseade). Miembro de la Fundación Libertad Rosario
Mientras navegamos la primera etapa de la sanción de la Ley Bases, quiero invitar a pensar en algunas cuestiones respecto al espíritu de su articulado. El primer elemento que quiero destacar es la monumental relevancia de las ideas, la importancia medular de la teoría. Sé que acaso esto suene ingenuo y que lo que parezca más atractivo en materia política sea dominar la realpolitik: la praxis pura no encorsetada en aburridas teorizaciones o incómodos principios.
Pero en un contexto político saturado de quienes reivindican la “rosca” como un fin en sí mismo, permítaseme a mí, humildemente, hacer una apología del elemento teórico, del mundo de las ideas.
No importa que no den resultado, no importa que nadie en el mundo las adopte, en nuestro país somos perseverantes en el error e insistentes con las malas ideas. Por ejemplo, demonizamos al mercado (sin siquiera arrimarnos a entenderlo), canonizamos al Estado suponiéndolo omnipotente, no comprendemos la función empresarial, desdeñamos el sistema de señales que implican los precios. Vamos, sin ir más lejos, todavía hay diputados que basan sus argumentos en las teorías de la explotación y la plusvalía, hace 200 años refutadas por Eugene Böhm-Bawerk (usarlas es análogo a querer aplicar la teoría del flogisto cuando se debate la ley de manejo del fuego).
En fin. Malas ideas conducen a malos resultados. Así nos ha ido. Nuestra angustia económica y social no es -o no es solo- producto de la existencia de una “casta” de imbéciles o delincuentes, sino también de haber sostenido durante décadas y con increíble tenacidad malas ideas, mala teoría que se plasmaron en malas narrativas que contaminaron el debate público.
Abro paréntesis. Un error superador -pero error al fin- fue la suposición de que el mundo de las ideas bien podría reemplazarse con un moderno fetiche conceptual: la gestión. Un concepto más bien vacío de contenido y expresamente desprovisto de anclaje ideológico alguno. Como pudimos ver, ese camino tampoco dio resultado. Cierro paréntesis.
Y así llegamos a acá, a hoy, donde para solaz de algunos y enojo de otros estamos discutiendo ideas. Y, aunque no forme parte del oficialismo estoy muy orgulloso del apoyo -técnico, discursivo y político- que mi bloque PRO le brindó a la Ley Bases. Porque más allá de la letra de cada artículo, que en días debatiremos en particular, estamos discutiendo una ley a la que puede vérsele un norte ideológico, una fundamentación teórica. Enhorabuena.
La ley es buena. Pero el espíritu de la ley es incluso mejor. Los artículos que vamos a discutir el martes son los ladrillos, pero yo quiero subrayar también el valor de los cimientos.
El segundo punto que quiero abordar brevemente es el de la importancia de la Ley. Ya no de la ley Bases, sino la Ley como concepto, la ley como norma de conducta general y abstracta basada en una ética de mínima y que nos permite convivir en relativa paz.
En mi mes y medio como diputado de la Nación, he podido comprobar la fuerza y el empuje de esos grupos de presión que mandan a priorizar la legislación por sobre la Ley, los intereses particulares por sobre los generales, el establecimiento de reglas con beneficiarios concretos por encima de normas abstractas y la materialización de una arrebatiña distributiva por sobre la realización de la justicia. Ludwig von Mises bromeaba diciendo que “la única cosa que no está representada en un Congreso es la Nación como un todo”. Tenía razón.
Afortunadamente, la Ley ases -con sus virtudes e imperfecciones- generó el efecto de un elefante en un bazar de privilegios (por cierto, privilegio viene de privus legalis, es decir, ley privada o particular, hecha a medida para asegurar un beneficio).
Los coletazos no tardaron en llegar y a todos nos explotaron los despachos, los teléfonos, las casillas de mensajes y las redes sociales de reclamos que casi siempre apuntaban a defender intereses particulares a costa del resto. En muchos casos, a asegurarse que “la suya esté” y que el status quo permanezca indemne.
En La lógica de la acción colectiva, Mancur Olson explicó que cuando quienes se benefician son pocos y tienen mucho para ganar, y quienes se perjudican son muchos, pero pierden relativamente poco, los primeros tienen mucho incentivo a organizarse y hacer lobby, mientras que los segundos tienen poco incentivo a resistirlo. Por esto apuntaba Olson que la verdadera transferencia de recursos no se da entre clases sociales, como pregona la izquierda, sino desde grupos desorganizados y hacia grupos organizados.
Lo que personalmente vi en estas seis semanas en el cargo me confirió este punto. Argentina es una retorcida pesadilla de regulaciones, sobre regulaciones, sobre regulaciones. De impuestos cuya existencia es inentendible fuera de nuestro país. De trabas al comercio. De empresas públicas que no deberían existir. De empresarios amigos del poder que quieren pescar en un barril y cazar en un zoológico. De sindicalistas gordos y trabajadores flacos. De militantes disfrazados de empleados públicos. De privilegios escondidos en letra chica. De negocios creados a fuerza de ley. De una arrebatiña redistributiva constante debajo de una piñata vacía.
El combo legislativo formado por el DNU 70/23 y la Ley Bases intenta desarmar la patria corporativa y el reino de los intereses sectoriales. ¿Alcanza con eso? ¡De ninguna manera! Pero es un buen comienzo. Si la república corporativa no se puede eliminar de un bocado, entonces intentaremos eliminarla en rebanadas. Lo que jamás debemos permitir es perpetuar este indefendible statu quo.
La Ley, como dice Bastiat, debería ser ni más ni menos que “la justicia organizada”. Tenemos que establecer y reforzar reglas básicas de convivencia, que faciliten la interacción social pacífica, el comercio, que aseguren el buen funcionamiento institucional y que oficien de contralor del poder. Para todo lo demás existen las personas en pleno ejercicio de su libertad. Para todo lo demás existe esa bella expresión “voluntad de las partes” que el combo DNU+Ley Bases rescatan en varios apartados.
El último elemento sobre el que quiero reflexionar es lo mucho que ayuda el intervencionismo extremo a la peligrosa pulsión antipolítica. Cuanto más crece el Estado y más retorcidas, específicas y particulares se hacen sus intervenciones, más crecen también los ámbitos para la búsqueda de rentas, la corrupción (que sí es un problema) y la consecuente caída de confianza en el sistema democrático.
La antipolítica y el triste desprecio por el poder legislativo también se deben a la tendencia a “democratizar” cosas que deberían estar al resguardo del debate político. Flaco favor se le hace a la democracia si la gente entiende que a través de un debate democrático su vida, propiedad o libertad puede verse dañada en gran medida. Flaco favor nos hacemos nosotros, hoy políticos, si nos ponemos en dicho pedestal y asumimos ese poder. “Reglamentar la libertad no es encadenarla” advertía Juan Bautista Alberdi, el liberal más importante de nuestra historia, honrado hoy con el título de la ley.
Los argentinos -con sus negocios, sus familias, sus ahorros, sus campos, sus relaciones sociales y sus vínculos contractuales, sus deseos y proyectos- no son piezas en un tablero de ajedrez que nosotros manejamos. “En el gran tablero de la sociedad humana, cada pieza tiene un móvil propio totalmente diferente de lo que el legislador pretende imponer”, dice el gran Adam Smith.
Tenemos una oportunidad. No la dejemos pasar. En Argentina las oportunidades no sobran. Y el tiempo tampoco.