Mientras unas 300 personalidades públicas y 1.600 líderes empresariales se reúnen esta semana en la 54ª cita anual alpina del Foro Económico Mundial, su razón de ser globalista está en retirada. La lealtad nacional está de moda. Las fronteras ya no se consideran obstáculos, sino protección, al menos para algunos. El gran Estado ya no es un anacronismo. Entonces, ¿qué sentido tiene ahora Davos?
Algunos sostendrán que la ruptura del “consenso de Davos” hace aún más importante reunir a los líderes políticos y empresariales mundiales. Las amenazas a la estabilidad mundial se multiplican, con las guerras en Gaza y Ucrania y el intento de Donald Trump de volver a la Casa Blanca.
Sin embargo, Davos puede convertirse a menudo en una cámara de eco. Existe el riesgo de que algunos delegados acaben abandonando el evento con sus creencias reforzadas. A veces, el foro puede parecer un debate entre personas con ideas afines que luchan por aceptar una realidad cambiante.
En cualquier caso, la fuerza de Davos nunca ha radicado en su capacidad para ofrecer soluciones a los problemas del mundo. Por cada mesa redonda y discurso que aporte ideas, es probable que haya otro con tópicos y expertos que hablen vagamente de “megatendencias”, como ocurre en muchas conferencias mundiales. De hecho, las elevadas ambiciones del foro a menudo desvían la atención del verdadero propósito del evento: su incomparable poder como gigantesca oportunidad para establecer contactos.
Cuando Klaus Schwab fundó el evento en 1971, se llamaba European Management Forum. La conferencia inaugural, con 450 participantes de 31 países, tenía como objetivo compartir las mejores prácticas de gestión entre los líderes empresariales. La turbulenta década que siguió llevó al foro a ocuparse también de asuntos económicos, políticos y sociales, y los políticos se añadieron a las listas de invitados.
En la actualidad, la conferencia oficial se ha convertido en un acontecimiento en cierta medida difícil de manejar, en el que se debaten cada vez más temas y que atrae a un número cada vez mayor de personas. El programa de este año consta de más de 200 sesiones, con el nebuloso tema de “reconstruir la confianza”. También se ha vuelto aún más costoso, con una asistencia corporativa que supera con creces las cinco cifras entre billetes, vuelos y alojamiento, y eso sin incluir las cuotas anuales de los miembros, que al parecer empiezan en más de 50.000 libras (58.200 euros).
Y sin embargo, a pesar de los gastos y la naturaleza a veces farragosa de los debates, los líderes empresariales, los políticos y quienes quieren mezclarse con ellos (incluidos los periodistas) siguen acudiendo. Los actos paralelos, las copas y las cenas permiten a las organizaciones captar la atención de muchas de las personas con los bolsillos más ricas del mundo. Las conversaciones extraoficiales en pasillos y hoteles suelen ser más valiosas que los rígidos discursos que se siguen en el escenario.
Varias organizaciones y países han intentado organizar alternativas a Davos, pero nunca han logrado la escala o la ambición necesarias. A nivel mundial, el curioso atractivo de una semana nevada de contactos y fiestas, de ganar prestigio social y de esperar un encuentro fortuito que cambie la vida, sigue intacto. El logro de Davos es el efecto del movimiento perpetuo: la asistencia continua está garantizada en parte por el simple miedo a perderse algo.