Por Alberto Medina Méndez – Periodista. Consultor en Estrategia y Comunicación Corporativa . Analista Político . Conferencista Internacional
amedinamendez@gmail.com – @amedinamendez
Algunos expertos dicen que las elecciones en realidad no se ganan. Sostienen que lo que sucede es que se pierden. Se trata de una mirada opinable, seguramente, pero que vale la pena tomar en consideración.
Muchos se resisten a aceptarlo, especialmente quienes han decidido dedicar su vida profesionalmente a la actividad partidaria. Validar aquella consigna implicaría asumir que cuando se gana no existe el mérito y cuando se pierde se tiene toda la culpa.
Es bastante fácil recordar esos comicios recientes en las democracias más tradicionales en los que se ha verificado esta dinámica. Muchos de los triunfos impensados de ciertos personajes son el producto de esa mecánica por la cual descartaron a un postulante y se inclinaron por su adversario.
Inclusive quienes parecían no tener chance alguna consiguieron una victoria casi impensable meses atrás. Pudieron concretarlo en una instancia muy particular gracias a que miles de ciudadanos lo rescataron como un diferente, alguien que estaba fuera del molde.
El llamado “voto bronca” emerge así como un mecanismo tan selectivo como potente, tan despiadado como elocuente. Sus interlocutores precisan encontrar un viaducto para expresar ese complejo cúmulo de subjetivas percepciones.
A veces canalizan esa desazón buscando un destinatario que posibilite expresar ese enojo de un modo institucional, sumando voluntades hacia un partido habitualmente nuevo con una cara fresca que lo represente.
En otras ocasiones expresan esa postura negativa sobre el presente utilizando el “voto en blanco” y más contemporáneamente apelando al abstencionismo, es decir, no participando activamente, evidenciando su repulsión de una manera irrefutable.
Como no puede ser de otra manera, los ofendidos con esta actitud ciudadana son mayoritariamente los responsables principales de no avanzar, los que tuvieron la oportunidad y la dejaron pasar, los que no quisieron hacer lo necesario, no pudieron o, peor aún, no supieron.
Son esos los que muestran su enorme desprecio acerca de este fenómeno que aparece de tanto en tanto. Claro que ya ha ocurrido antes en diferentes ciclos y lugares. Lejos está de ser una novedad, pero tal vez pueda identificarse una característica ahora que lo hace singular.
Es que esta pesadumbre generalizada de la sociedad ya no es contra un político en particular, es el reflejo de un cansancio con el sistema y eso debería ser una alarma para quienes, al menos por ahora, no tienen ninguna alternativa superadora que plantear.
Quizás sea este el momento de hacer una profunda autocrítica y hacerse cargo de los errores propios en vez de recurrir al poco creíble argumento de enumerar la lista de impedimentos que evitaron lograr el objetivo.
Justificar la ausencia de ideas, la incapacidad para resolver problemas reales o la falta de valentía para encarar los dilemas podría ser un buen primer paso. Ensayar ese trayecto no anula lo acontecido, pero puede ayudar a construir las condiciones mínimas para volver a intentarlo.
Nadie aplaudirá a los fracasados, pero la gente es capaz de identificar la sinceridad de quienes se arrepienten de lo acaecido. Sin este gesto humano no hay que esperar que algo se modifique pronto.
Los ciudadanos quieren resultados tangibles, desean vivir en un lugar mejor, que disponga de oportunidades para desarrollarse, que progrese sin descanso y que posibilite a las próximas generaciones plasmar sus sueños.
Eso hoy no está a la vista y no se visualiza a esos dirigentes que pudieran liderar un proceso exitoso a la brevedad. Ante ese panorama la búsqueda de variantes es imprescindible. Si aparecen finalmente, muchos se abrazarán a esa esperanza y si no logran divisarla manifestarán su ira sin piedad.
El remedio no es enfurecerse con los que están disgustados, sino mejorar la oferta. Con candidatos a la altura de las circunstancias, que tengan el coraje, la honestidad y la claridad para abordar las problemáticas actuales todo sería muy distinto.
Criticar a los votantes por su postura intransigente no parece ser un camino sensato, ni tampoco justo.
Los culpables de este desmadre no tienen autoridad moral para apuntar a nadie. Son los menos indicados para subirse al atril y señalar a otros.
Los que gobernaron, los que estuvieron a cargo tienen mucho que aclarar y poco para acusar. Si no pudieron hacerlo adecuadamente deberían admitir su impericia y si no pueden corregir eso ahora pues tendrían que dar un paso al costado ya que su turno culminó.
El antídoto más eficaz para combatir la desilusión es replantear la propuesta, cambiar las formas y hacer lo que hay que hacer. La bronca es una consecuencia y no la causa. Cargar las tintas contra los efectos no servirá para nada. Habrá que dedicarse a resolver de raíz la cuestión si se quiere esquivar el abismo.