En la Argentina sólo se censura la Libertad

La sociedad argentina, cuando atraviesa uno de esos ataques espasmódicos de defensa de la libertad que suele padecer de tanto en tanto, reclama por un ícono: el derecho a decir. Y confunde, exagera, se equivoca y hasta ensucia un poco las legítimas luchas que sostienen otros pueblos auténticamente censurados y silenciados que llegan a dar sus vidas por pronunciar en voz alta la palabra “Libertad”.
 
Lo nuestro no es censura. La Argentina no sufre censura oficial desde épocas del primer peronismo. De censura y persecución puede dar una clase magistral “La Prensa”, el diario más antiguo del país, que sintió el rigor del autoritarismo peronista por decir la verdad. Eso es censura. Y también es censura lo que vive hoy el pueblo venezolano; el cierre de medios de comunicación por orden del régimen con el objetivo de negar a los ciudadanos su derecho a informarse. Eso es censura.
 
No es censura que una emisora o un canal decida elegir sus caras y sus voces y decida descartar empleados como el dueño de cualquier otro negocio. Eso es libertad de empresa. ¿La sociedad reclama, acaso, por el despido o la no contratación de un ingeniero o de un pintor? ¿Cuál sería la diferencia? El propietario tiene el derecho de disponer de lo que le pertenece. Pero claro, como la libertad es un principio indivisible, se comprende o no. 
 
Llevamos acumuladas décadas de una instrucción escolar deficiente, agregadas a una importante brecha entre los chicos que acceden a colegios privados, de mayor calidad educativa, y los millones que deben conformarse con la escuela pública en los que se vuelven rehenes de la contienda política entre el gobierno y los gremios. Por diferentes circunstancias, ambos alcanzan la mayoría de edad con una pobre noción de lo que significan los derechos individuales; unos porque viven un contexto en el que no se plantea riesgo a sus vidas protegidas y previsibles, y los otros porque no les enseñan que el primer derecho humano es la libertad.
 
La educación pública se llenó del populismo que abunda y abruma.  Entre las carencias educativas argentinas  encabeza el desprecio por la libertad, eje de un sistema de valores que privilegia la división de poderes como garantía de su limitación y garantiza la única igualdad válida en una república: la que hace a los hombres valer lo mismo ante la ley. El resto es populismo. 
 
La Argentina no padece censura. El gobierno no persigue a los periodistas opositores, no cierra canales de televisión ni emisoras de radio, no le saca el trabajo a nadie. Sí desprecia la opinión ajena y manipula la obesa pauta publicitaria oficial que controla gracias a un Congreso complaciente que sabe que los gobiernos pasan y ese jugoso mecanismo de amansamiento queda a disposición del siguiente. 
 
La clase política no desarma el millonario negocio de la propaganda gubernamental a la espera de heredarlo. Mientras tanto, se presta al juego de poblar los canales de televisión con críticas al oficialismo que no se condicen con los alineamientos que luego se tejen en los recintos legislativos. Todos pueden decir lo que piensan y muchos dicen lo que no piensan en los oligopolios mediáticos que construyó Carlos Menem.  Aparecen todas las caras y las voces, circunstancialmente con uno u otro sombrero según caliente el sol. Los únicos excluidos son los que defienden la libertad. Después, es posible ver y escuchar a cualquiera, incluidos los dueños del desastre. 
 
Las emisoras no se cansan de replicar las voces de los que nos trajeron hasta acá, coyunturalmente mudados a la vereda de enfrente, explicando cómo se sale de las crisis que ellos provocan. Y el dato alarmante es la velocidad con que los “malos” se reciclan. El sistema solía ponerlos en capilla por algún tiempo. Últimamente saltan de empujar impuestos confiscatorios a denunciarlos en una elección. 
 
Es hora de reclamar la palabra “libertad” en el discurso de la clase dirigente. Una vez que se les haga costumbre, habrá que exigirles que la practiquen.   

 

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